Me despierto, preparo café, me acerco al ventanal y le doy los buenos días. En el salón hay dos fotos suyas y yo le hablo. Depende de cómo me haya levantado ese día me pongo más o menos melancólica. A veces solo le sonrío. Y toco su cara serena en la foto congelada. Otras le cuento asuntos, como si estuviera loca, o me echo a llorar. Lloro porque no está, porque voy a envejecer sin ella, por rabia, por puro egoísmo, por tristeza, por esa cosa casi física que supone echarla de menos. Un solo abrazo, cuánto daría… Y la escucho decirme:

–Qué exagerada eres.

Se llamaba Eva y era mi amiga del alma desde niña, la que estaba conmigo antes de ser yo. Se marchó el 11 de abril de 2021 porque ya no pudo superar el último episodio de cáncer y yo me rompí. Llegó el dolor total, la pena y esa soledad del corazón. Han pasado dos años y siete meses y yo soy una mujer desamparada. Hay un párrafo del libro Confesiones y contradicciones, del ensayista Christopher Hitchens, que me vino a la cabeza días después de su muerte. El autor, nacido en la sombría y austera Inglaterra de los años 40, habla así de su madre: «Ivonne fue lo exótico y el sol cuando fácilmente podría haber tenido una infancia teñida de un severo y obediente gris inglés. Era la nata en el café, la ginebra en el Campari, la oferta de vino o champán en vez de cerveza, la risa en la cara de los pesados, el seguro contra los intolerantes y los mojigatos». Me pareció una hermosa declaración de amor y agradecimiento que me llevó a pensar, ahora que Eva ya no estaba, que la vida de uno merece la pena solo si alguien a quien quisiste y te quiso podía decir algo así de ti.

Yo grito todo eso de ella, la persona con la que tuve un amor sostenido y real, un amor sin fisuras y sin contratiempos. Un amor sereno, sin riesgos. Digo amor porque la palabra amistad se me queda corta: nos hicimos amigas a los 10 años, nunca dejamos de serlo, y yo no contemplaba la vida sin ella. No lo imaginé jamás. Ni cuando le diagnosticaron el primer cáncer, en aquel amargo marzo de 2011, ni en los diagnósticos más feroces, ni cuando recaía. No podía ser que ella no estuviera. Que no nos pudiéramos llamar un día para explicarnos la gran tragedia o la liviandad más absoluta. Era inconcebible dejar de oírla reírse de mí. Si ella no estaba, nadie sabría quién era yo antes de todo esto, antes de los estudios, del trabajo, del amor, de los fracasos. Crecimos juntas, nos contamos los primeros enamoramientos, las derrotas. Luego fue la mujer de mi hermano, la madre de mis sobrinos, la tía querida de mi hija Carlota, pero nunca dejó de ser la niña lista y divertida que encontré en la infancia. Mi hermana elegida. Una artista, además: jamás salgo de casa sin uno de los anillos maravillosos que creaba. Era guapa, guapa de veras y tenía mejor piel que yo, como siempre recalcaba mi madre, sin miramientos.

Usábamos la ironía, la retranca, le quitábamos hierro a nuestros dramas vitales. No hacía falta poner en contexto las quejas, o los lamentos estúpidos, no hacían falta los detalles. Nos sabíamos enteras, nos queríamos bien, con calma, sabiendo que el nuestro iba a ser un amor eterno.

El hueco que ha dejado es hondo. Me he acostumbrado a convivir con él y a recibir todos los días un latigazo. En forma de canción: puede ser la melodía del chico que toca el violín en plena calle o una horterada que me lleve a un momento feliz a su lado. O al pasar por la tienda aquella que tanto nos gustaba. O por Antón Martín, en Madrid, desde donde siempre le enviaba una foto por un tontísimo asunto nuestro. O por esa chica que veo de frente y que tiene su pelo y que por un segundo me parece que es ella.

Estoy a punto de llamarla. Gritaré ¡Eva! y otra vez estará junto a mí. Esos latigazos me llevan a ese 11 de abril, cuando me quedé sola. Sin esa chica que sabía todo de ti, de tus quebraderos de cabeza, que iba a envejecer contigo. Sin ella ya no habrá más consejos delirantes, más tardes luminosas, más carcajadas en los probadores, en los senderos, en las playas. Su nombre no aparece más en la pantalla del teléfono, no hay audios desternillantes, ni emoticonos absurdos, tan nuestros. Me trago los momentos que ya no puedo contarle, extraño su risa y su mirada limpia. Extraño enviarle fotos por WhatsApp para ver cuál le gustaba más:

–La segunda, que en la primera sales gorda y pareces bizca.

Ahora maldigo cada cita pospuesta, cada vez que no estuve, que no estuvimos, cada vez que no la acompañé a cualquier tontería. Cada vez que no insistí para que se viniera conmigo, cada vez que me conformé con un no. Cada vez que dejé para otro día una mañana al sol. Pero también bendigo todo el amor que nos tuvimos: sé que soy la que soy gracias a ella, a las cosas que escuché de su boca, a su entrega, a la vida a dos.

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La vida sin Eva

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15.12.2023

Me despierto, preparo café, me acerco al ventanal y le doy los buenos días. En el salón hay dos fotos suyas y yo le hablo. Depende de cómo me haya levantado ese día me pongo más o menos melancólica. A veces solo le sonrío. Y toco su cara serena en la foto congelada. Otras le cuento asuntos, como si estuviera loca, o me echo a llorar. Lloro porque no está, porque voy a envejecer sin ella, por rabia, por puro egoísmo, por tristeza, por esa cosa casi física que supone echarla de menos. Un solo abrazo, cuánto daría… Y la escucho decirme:

–Qué exagerada eres.

Se llamaba Eva y era mi amiga del alma desde niña, la que estaba conmigo antes de ser yo. Se marchó el 11 de abril de 2021 porque ya no pudo superar el último episodio de cáncer y yo me rompí. Llegó el dolor total, la pena y esa soledad del corazón. Han pasado dos años y siete meses y yo soy una mujer desamparada. Hay un párrafo del libro Confesiones y contradicciones, del ensayista Christopher Hitchens, que me vino a la cabeza días después de su muerte. El autor, nacido en la sombría y austera Inglaterra de los años 40, habla así de su madre: «Ivonne fue lo exótico y el sol cuando fácilmente podría haber tenido una infancia teñida de un severo y obediente gris inglés. Era la nata en el café, la........

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