Que la Navidad nada tiene que ver con la religión hace ya mucho tiempo que lo sabemos. Varios siglos, de hecho. Desde que los romanos inventaron las Saturnales para celebrar el triunfo de la luz sobre la oscuridad o que los días comenzaban a crecer de nuevo hacia el deseado verano, y se dieron con todas sus ganas a la lujuria, la gula, el despilfarro y los excesos más variados. De hecho, a lo largo de la historia la Navidad ha sido más locura y desenfreno que santurronería y buenos propósitos. No fue hasta el supuestamente civilizado y muy mojigato siglo XIX cuando adoptó ese aire infantil, familiar y bienintencionado que hoy tanto carga a algunos, y con razón. Porque, seguro que hay motivos para entregarse a la familia y las buenas obras, pero también los hay, numerosos y diversos, para huir de todo y desear pasarlo bien. Motivos para ser, aunque solo sea por unos días breves, inmoralmente felices.

Así que aceptémoslo de una vez: la Navidad tiene mucho más que ver con la condición humana que con la divina. Y como tal, atañe también a la mediocridad, a lo vulgar, a lo excesivo. A la vida misma y a cuanto ella tiene de consumible, efímero, placentero o exagerado. Por supuesto, cuanto peores son las circunstancias a las que debemos enfrentarnos, cuanto más desesperanza y rabia reine en el ambiente, más abunda el deseo de contrarrestarlas con celebraciones. Aunque sean celebraciones ridículas, casi infantiles por su ingenuidad, como instalar árboles de 50 metros de alto o iluminar una ciudad como si acabara de estallar en ella una bomba atómica. Son excesos estrafalarios, sí, incluso un poco majaretas, pero dicen mucho de lo que somos y de lo que deseamos ser. También de lo que estamos soportando, de lo desvencijado que encontramos el mundo cada vez que sintonizamos un canal de noticias. Es normal que deseemos ser felices aunque sea haciendo bobadas.

De modo que apruebo este escapismo festivo. Celebro todos los desmanes y me proclamo acérrima defensora de las Saturnales, sobre las que la iglesia católica con mucha vista construyó la Navidad, en parte por absorber a quienes las practicaban y en parte por borrar todo rastro de paganismo. Sobra decir que tuvo la medida tuvo un éxito relativo.

Así pues, no lo pensemos más. Despilfarremos como millonarios durante unos días locos para curarnos las estrecheces de todo el año. Comamos más de lo debido y, sobre todo, bebamos de todo y en cantidad, sabiendo que es el único modo de soportar ciertas imposiciones navideñas.

Lancémonos a la calle vestidos de elfos y corramos por las calles para celebrar que se acaba el año y no el mundo, y no el planeta (por lo menos de momento). Admiremos las calles iluminadas, los árboles gigantes, las tiendas que brillan como estrellas fugaces, cantemos, riamos, divirtámonos. Todo con exceso. A toda costa y contra todo pronóstico. Proclamémonos felices e iluminados. Habitantes de un mundo de fantasía.

Eso sí: tengamos en cuenta que el encantamiento se acabará el 7 de enero. Y que habrá que dejar algo para lo que queda de mes y hasta para las rebajas.

QOSHE - Felices e iluminados - Care Santos
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Felices e iluminados

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08.11.2023

Que la Navidad nada tiene que ver con la religión hace ya mucho tiempo que lo sabemos. Varios siglos, de hecho. Desde que los romanos inventaron las Saturnales para celebrar el triunfo de la luz sobre la oscuridad o que los días comenzaban a crecer de nuevo hacia el deseado verano, y se dieron con todas sus ganas a la lujuria, la gula, el despilfarro y los excesos más variados. De hecho, a lo largo de la historia la Navidad ha sido más locura y desenfreno que santurronería y buenos propósitos. No fue hasta el supuestamente civilizado y muy mojigato siglo XIX cuando adoptó ese aire infantil, familiar y bienintencionado que hoy tanto carga a algunos, y con razón. Porque, seguro que hay motivos para entregarse a la familia y las buenas obras, pero también los hay,........

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