Que el casi recién estrenado año tiene a su mes de enero llegando a su fin es palmario. Y ya ven, aquí seguimos usted y yo un mes después de la Nochebuena, ligados por el cordón umbilical de estas líneas, con ganas de contarnos cosas y de, a partir de ahí, edificar nuestra propia visión del mundo. Es parte del milagro de la comunicación, de la capacidad de hablarnos y de aprender juntos. Para mí esto, junto con la magia de la educación, es de lo más bonito que queda sobre la faz de la tierra. Bueno, también los bosques, claro. Y los montes y los ríos. Pero de aquello en lo que metemos la zarpa los humanos, sí. El hecho de poder pasar del hecho individual, basado en las necesidades y la unilateralidad, al colectivo, lleno de aprendizajes y de puesta en común de lo captado, procesado y entendido por cada uno.

Aunque quizá sea un tanto idílico mi planteamiento, claro. Porque lo cierto es que si lo que dimana de lo individual ya tiene muchas veces sus aristas, cuando ello se convierte en algo colectivo todavía se afila más, y surge todo aquello que nunca tendría que haber salido de nosotros. Y, si no, miren ustedes mucho de lo que acontece en nuestra realidad cercana y más lejana. Tantos conflictos enquistados, tantos desencuentros, tanta miseria, dolor y muerte... Tanta desigualdad y sufrimiento, para cuatro días que conforman la vida de cada uno... Tanta codicia... Tanta desesperanza.

Hoy, en esta columna, les traigo un tema que tiene que ver con todo ello, pero también con esta modernidad acelerada que vivimos en las últimas décadas, con lo cibernético y lo virtual. Con la avaricia y con el afán de quedarse con lo de los demás, pero no de una forma legal y ordenada -que también las hay- sino mediante el engaño y la sofisticación. Es algo de lo que se habla mucho, que ha sido advertido mil y una veces ya a través de diferentes canales por las instituciones del Estado competentes en seguridad y lucha contra la delincuencia, pero que esta vez me han contado, de primera mano, las personas afectadas. Tengan cuidado, porque todo esto está pasando, con muy distintas variantes y puestas en escena...

Imaginen que reciben una llamada. Es muy probable que, si tienen grabado el número de teléfono de su banco en su terminal, este les indique que se trata de su entidad, aunque no será así. Le contarán mil y una historias, relativas a problemas con su cuenta. Que si les quisieron entrar en ella, que si está pendiente una transferencia sospechosa, que si se ha bloqueado por no haber hecho efectivo un cargo que lleva unos días esperando... Aquí, fundamentalmente, les enredarán. Les dirán mil y una cosas, quizá dirigiéndoles a algún enlace -ojo a pinchar en cualquier hipervínculo que les manden-, o directamente pidiéndoles que vayan a la página web del banco, arreglándoselas para que usted no entre en la real, sino en otra hábilmente clonada a partir de ella. Con todo, irán a por ustedes. O, más exactamente, a por su dinero. Quizá a por sus ahorrillos de toda una vida... Intentarán aprovechar el desconcierto creado, e imbuirán todo el proceso de una fatal y ficticia sensación de urgencia. Lo que sea, tendrán que hacerlo ustedes ya. Y así, con labia e intentando ganar tiempo y anular sus propios mecanismos de defensa, les pondrán contra las cuerdas.

Dos mil euros, ya ven. Eso fue lo que consiguieron que una persona generalmente cuidadosa con estas cosas les transfiriera. Y lo más grave fue eso, que con el engaño no buscaron el hacerse con unos códigos o que su víctima activase un troyano que le robase la información, sino que al final fue tal persona objeto de la actividad delictiva la que efectuó la operación. “¡Esto a mí no me pasa, imposible!”, dirá alguno de ustedes. Cuidado, y no escupan por favor para arriba. Precisamente él había sido alguna otra vez objeto de tentativas similares, y siempre había podido evitarlo gracias a su instinto y buena praxis. Y es que la sofisticación y el grado de complejidad de algunas de las acciones de este tipo que hoy se perpetran es grande. Ante la duda, no hagan nada. Y persónense directamente, si es posible, en su entidad bancaria.

Que la necesidad crea el hábito, y que en una época donde no es muchas veces fácil sobrevivir hay quien hace lo que pueda para salir adelante o para ganar a manos llenas, es absolutamente real. Luego están los escrúpulos de cada cual, pero no olviden ustedes que estamos en el país de “El Lazarillo de Tormes” y que, a pesar de la honestidad de los más, siempre habrá a quien no le importe llevarse por delante la inocencia y el patrimonio de los demás para sacar tajada. Con todo, tengan ustedes mucho cuidado. Y ojo, especialmente, a lo virtual. A lo relacionado con ese mundo que se nos viene -o se nos ha venido ya- encima, y que relega la comunicación entre pares a la experiencia con máquinas. Ahí está la “chicha” de lo criminal en todo esto. Y, lógicamente, va a más... Allá quedan atrás los tiempos en que lo máximo era que individuos compinchados con los estafadores clonasen tarjetas de crédito a la hora de pagar en una autopista o en un restaurante, y que a mí me supuso ir a declarar dos veces como testigo a la Audiencia Nacional, con un mediático juez, por un delito de falsificación de moneda que tuvo varias víctimas, y en el quisieron robarme en su día más de cuatro mil euros. Eso, que supongo que también seguirá ocurriendo hoy, es ahora “pecata minuta”... Hoy se clonan webs, centros emisores de llamadas, tiendas virtuales y... lo que haga falta... Y todo por amor a lo crematístico, y al desamor con las personas...

Sí, hoy hay que aplicar a la red lo que el mítico sargento Esterhaus pedía cuando en Hill Street, después de la lista y pequeña reunión diaria, comenzaba la faena... Ya saben, ¡tengan cuidado ahí fuera! Porque, aunque estén en su salón... están lejos de casa.

QOSHE - ¡Tengan cuidado ahí fuera! - José Luis Quintela Julián
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¡Tengan cuidado ahí fuera!

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24.01.2024

Que el casi recién estrenado año tiene a su mes de enero llegando a su fin es palmario. Y ya ven, aquí seguimos usted y yo un mes después de la Nochebuena, ligados por el cordón umbilical de estas líneas, con ganas de contarnos cosas y de, a partir de ahí, edificar nuestra propia visión del mundo. Es parte del milagro de la comunicación, de la capacidad de hablarnos y de aprender juntos. Para mí esto, junto con la magia de la educación, es de lo más bonito que queda sobre la faz de la tierra. Bueno, también los bosques, claro. Y los montes y los ríos. Pero de aquello en lo que metemos la zarpa los humanos, sí. El hecho de poder pasar del hecho individual, basado en las necesidades y la unilateralidad, al colectivo, lleno de aprendizajes y de puesta en común de lo captado, procesado y entendido por cada uno.

Aunque quizá sea un tanto idílico mi planteamiento, claro. Porque lo cierto es que si lo que dimana de lo individual ya tiene muchas veces sus aristas, cuando ello se convierte en algo colectivo todavía se afila más, y surge todo aquello que nunca tendría que haber salido de nosotros. Y, si no, miren ustedes mucho de lo que acontece en nuestra realidad cercana y más lejana. Tantos conflictos enquistados, tantos desencuentros, tanta miseria, dolor y muerte... Tanta desigualdad y sufrimiento, para cuatro días que conforman la vida de cada uno... Tanta codicia... Tanta desesperanza.

Hoy, en esta columna, les traigo un tema que tiene que........

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