Desayunamos en un conocido bar de la ciudad. Son las nueve de la mañana y la barra está ocupada por parroquianos que frecuentan el establecimiento, muchos de ellos parecen conocerse. Mientras esperamos que sirvan el desayuno, un señor de unos setenta y tantos años habla a voz en grito contra el Gobierno. «A ver de dónde van a sacar los cuartos para pagarles a los catalanes». «Son unos sinvergüenzas». «Van a romper España». «Vienen cosas muy feas». Intento no tomármelo a pecho, pero sus invectivas van in crescendo y tengo ganas de intervenir, si bien he de decir que no por el contenido de sus proclamas, que podría suponer de antemano en una región donde dos de cada tres ciudadanos con derecho a voto vota a la derecha o a la ultraderecha, sino por la osadía de decirlo en voz tan alta que todos podemos oírlo. Es como si consciente o inconscientemente, y me atrevo a asegurar que más bien lo segundo, por lo que vino a continuación, este señor tuviera la certeza de que todos los que le rodean piensan lo mismo.

Dispuesta a desmentir esta suposición que me incluye, me vuelvo hacia él y le hablo lo más amablemente que puedo: «No sé cómo puede decir usted esas cosas, señor», le digo sin demasiado acierto. El aludido me mira con desprecio y vuelve al periódico que tiene abierto sobre la barra. Yo quiero debatir sus opiniones con argumentos. «No es cuestión de dinero -continúo- sino de convivencia. Aznar ya utilizó masivamente los indultos…». El señor vuelve a mirarme sin alterarse lo más mínimo…. «Y España no se rompió, deme usted algún argumento» añado frente a su más insultante indiferencia. Como dijo Karl Ove Knausgård a propósito de las escritoras y la literatura, es obvio que para este hombre, como para Karl Ove, las mujeres no somos competencia. Sin embargo, la palabra ‘argumento’ lo dispara.

-«¡No, argumentos a mí no me pida, de ninguna manera!» - Me suelta tan campante.

- «Pero si no podemos intercambiar argumentos ¿qué hacemos?» - continúo, buscando su complicidad. Está claro que me he levantado alma cándida esa mañana.

- «Argumentos a mí no me dé, que con las mujeres se me va la lengua y luego me denuncian, que es lo que quieren estos».

Y sigue con la vista fija en su periódico.

Los fachas de a pie no necesitan argumentos, ya ven, les tienen fobia. Lo hemos comprobado en directo, como en la anécdota que traemos aquí, y en diferido en las decenas de vídeos de los manifestantes que se han convocado estos días frente a Ferraz en contra de la amnistía. Ellos no quieren pensar, quieren sentir. La razón no es suficiente para convencerles de lo que no están dispuestos a considerar. Sus convicciones no resisten el debate porque no lo necesitan para mantenerlas, se nutren de la certeza emocional de pertenecer a su grupo de semejantes, de fachas. Los Cayetanos de Abascal, los Proud Boys de Trump, los defensores de una bandera que no es la de todos, pero que los abriga, los protege como una madre, dándoles identidad y pertenencia, son suficientes para ellos; no necesitan de la conversación ni del diálogo, solo del insulto y el grito. Por insultar, insulta hasta la ínclita Ayuso, regidora de la libertad, más madrileña que todos los madrileños juntos, sin importarle ni lo que dice ni el lugar donde lo dice, sin importarle el Parlamento, el templo laico de la democracia plural, sin importarle nada.

Los fachas no se justifican ni piden disculpas porque ellos siempre tienen la razón, de ahí su fobia al debate. No les importan los datos, ni las estadísticas, ni la historia. Los inmigrantes son un peligro, ya lo saben ellos desde siempre, y no hay argumento en contra que les haga cambiar de opinión. Los homosexuales, unos enfermos, unos tarados que hay que reconvertir a la heterosexualidad normativa, al sexo como dios manda. Y las mujeres, ah, las mujeres son lo peor. Se lo dicen los fachas. Ellas están contra los hombres, contra todos los hombres, los llevan a la perdición con sus artes de Mesalina, los confunden con sus argumentos y luego, ¡zas!, los denuncian como les ha enseñado a hacerlo el Gobierno de ‘Perrosanxe’. Por si eso fuera poco, el cambio climático es una invención de los ecologistas, vaya una tontería, si hace calor en noviembre es el mismo desde que Dios creó el mundo, porque de Darwin, el origen de las especies y la teoría de la evolución no quieren ni oír hablar. Como tampoco de las librerías, que marcan con esvásticas. Y si algún periodista les pregunta qué hacen allí, en sus manifestaciones, interesándose por sus argumentos, los fachas de a pie balbucean. Que piensen otros.

Eso sí, los fachas se enfadan mucho cuando pierden, no comprenden cómo es posible que una pandilla de descamisados les quiten lo que consideran secularmente suyo: su España, su bandera, su patria. Y llaman al alzamiento, a la calle que consideran suya, al golpe y al paredón. Afirman que el derecho a gobernar que otorga conseguir una mayoría de votos es un error, cuando esa mayoría le da el gobierno a otros. Y gritan, vociferan como esa señora cuyo rostro se ha hecho viral gritando hasta desgañitarse, con la cara vuelta hacia el cielo y la boca desencajada, como El grito de Munch. Grita indignada porque le quitan sus toros, su España, cuya bandera le sirve de capa; una España que parece haber heredado para ella sola, y en la que se resiste a convivir con quienes no piensan igual. Una España que siente que se rompe en pedazos mientras ella ni siquiera tiene palabras para expresar su pena.

Pobre facha.

QOSHE - Argumentar no es de fachas - Colectivo De Mujeres Por La Igualdad En La Cultura
menu_open
Columnists Actual . Favourites . Archive
We use cookies to provide some features and experiences in QOSHE

More information  .  Close
Aa Aa Aa
- A +

Argumentar no es de fachas

1 1
23.11.2023

Desayunamos en un conocido bar de la ciudad. Son las nueve de la mañana y la barra está ocupada por parroquianos que frecuentan el establecimiento, muchos de ellos parecen conocerse. Mientras esperamos que sirvan el desayuno, un señor de unos setenta y tantos años habla a voz en grito contra el Gobierno. «A ver de dónde van a sacar los cuartos para pagarles a los catalanes». «Son unos sinvergüenzas». «Van a romper España». «Vienen cosas muy feas». Intento no tomármelo a pecho, pero sus invectivas van in crescendo y tengo ganas de intervenir, si bien he de decir que no por el contenido de sus proclamas, que podría suponer de antemano en una región donde dos de cada tres ciudadanos con derecho a voto vota a la derecha o a la ultraderecha, sino por la osadía de decirlo en voz tan alta que todos podemos oírlo. Es como si consciente o inconscientemente, y me atrevo a asegurar que más bien lo segundo, por lo que vino a continuación, este señor tuviera la certeza de que todos los que le rodean piensan lo mismo.

Dispuesta a desmentir esta suposición que me incluye, me vuelvo hacia él y le hablo lo más amablemente que puedo: «No sé cómo puede decir usted esas cosas, señor», le digo sin demasiado acierto. El aludido me mira con desprecio y vuelve al periódico que tiene abierto sobre la barra. Yo quiero debatir sus opiniones con argumentos. «No es........

© La Opinión de Murcia


Get it on Google Play