Volví a París después de muchos años. Imaginaba la ciudad como la de la última película de Woody Allen, dorada por el otoño, con hojas secas en el suelo y colores suaves y lluvia. Y aunque en mi recuerdo era gris, la veía iluminada. Viajaba con la Autobiografía de Alice B. Toklas, de Gertrude Stein, en uno de aquellos libros de bolsillo que editaba Bruguera en los ochenta. Así, en el metro me sumergía en ese otro París de hace más de un siglo, cuando apenas había coches y se subía a Montmartre en ómnibus tirado por mulas, según cuenta Stein sobre su primera visita al estudio de Picasso, donde vio por primera vez el lienzo de tres mujeres «cuadradas y un tanto terroríficas», con enorme sorpresa, pero ya intuyendo que en aquel taller se estaba inventando una nueva forma de belleza, una manera distinta de mirar. «No puedo decir que lo comprendiera -escribe-, pero tenía la impresión de que en él había algo penoso y bello, algo opresivo».

Picasso sigue muy presente en París, y más este año con motivo del 50 aniversario de su muerte. Ahora miramos esos cuadros que tanto supo apreciar Stein cuando nadie los entendía y lo hacemos levemente desconcertados, pero sin extrañeza, preguntándonos si son capaces de decirnos algo sobre nuestro mundo, si la suya puede ser todavía nuestra mirada, porque el mundo tiene las mismas dosis de horror, rara belleza y soledad que en su tiempo. Hay una exposición que se llama La Collection prend des couleurs, es decir, la colección toma color, y en ella el diseñador Paul Smith ha pintado las salas de colores: rosa, verde o el intenso rojo de la tauromaquia, de manera que las obras de Picasso cambian como si se las hiciera aparecer en otro tiempo y en otro mundo.

Volver a París también era viajar en el tiempo. Una tarde, antes de que oscureciera, regresé a mi lugar favorito, el Jardín de Luxemburgo. Había poca gente porque estaba todo mojado. Las sillas verdes, en desorden y abandonadas. Dos ancianos con pinta de exiliados rusos jugaban al ajedrez. Los senderos de tierra estaban cubiertos de hojas que se acumulaban alrededor de los árboles. Todo tenía un color de otoño, marrón, verde y amarillo, algo desangelado sin flores ni agua en la fuente. Caminé entre las hileras de castaños desde la estatua de Verlaine hasta el Café Literario y justo al traspasar la verja de puntas doradas empezó a llover otra vez. Busqué refugio en el Museo de Arte Moderno, donde había una sala dedicada a Josef Albers. En la pared, una frase suya que decía que el arte es paralelo a la vida y que el color se comporta igual que una persona: primero con una existencia autónoma, luego en relación con otros. Así ocurre con el tiempo y las ciudades y lo que vivimos en ellas. Estos días fueron una mezcla del castaño de las hojas, el verde oscuro de los kioscos, junto al gris de las buhardillas o de la niebla que envolvía la Torre Eiffel, los colores vivos de los escaparates o el granate de los toldos de los cafés. Pero era la lluvia la que se encargaba de mezclar todos los colores, de la misma forma que el tiempo enlaza las sensaciones de la vida para revivirlo todo. Y al volver a Murcia, de repente, invariable, el azul.

QOSHE - Colores de París - Enrique Arroyas
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Colores de París

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16.11.2023

Volví a París después de muchos años. Imaginaba la ciudad como la de la última película de Woody Allen, dorada por el otoño, con hojas secas en el suelo y colores suaves y lluvia. Y aunque en mi recuerdo era gris, la veía iluminada. Viajaba con la Autobiografía de Alice B. Toklas, de Gertrude Stein, en uno de aquellos libros de bolsillo que editaba Bruguera en los ochenta. Así, en el metro me sumergía en ese otro París de hace más de un siglo, cuando apenas había coches y se subía a Montmartre en ómnibus tirado por mulas, según cuenta Stein sobre su primera visita al estudio de Picasso, donde vio por primera vez el lienzo de tres mujeres «cuadradas y un tanto terroríficas», con enorme sorpresa, pero ya intuyendo que en aquel taller se estaba inventando una nueva forma de........

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