Los sábados por la mañana, mi madre repetía sistemáticamente un ritual, cuya coreografía y puesta en escena me fascinaba. Movía su sillón hacia la zona más soleada del salón, junto a la ventana y, provista de un libro bien hermoso (un novelón de esos que le gustaban a ella), degustaba en soledad un aperitivo consistente en un martini rojo y una lata de berberechos con limón y pimienta.

A veces, las vecinas o sus hijos acudíamos a molestarla con nuestras tribulaciones y ella, sin abandonar su posición estratégica, atendía nuestras consultas con la serenidad y clarividencia de un oráculo. El ritual no finalizaba hasta que se bebía el caldo de los berberechos de un trago y se dibujaba en su rostro una sonrisa de satisfacción, que te reconciliaba con el mundo.

Es curioso cómo la pérdida y el paso del tiempo confieren a lo cotidiano la categoría de sagrado. Nada echamos más de menos que aquello que dábamos por hecho. Lo bueno es que la familiaridad de la costumbre deja en nosotros una huella indeleble que nos permite rememorar esos momentos como si viviésemos todavía en ellos, como si pudiésemos acariciarlos.

Si juntásemos todo el tiempo que estamos completamente vivos (en sintonía con el latido de nuestros corazones), acumularíamos, con suerte, diez o quince años a lo largo de toda nuestra existencia. Lo curioso es que ese tiempo de calidad, el auténtico tiempo vivido, no tiene nada que ver con las ambiciones que perseguimos, sino que se activa precisamente cuando nos ponemos el pijama y las zapatillas de andar por casa. Porque no hay mayor intensidad vital que la que experimentamos en la intimidad de lo cotidiano.

El escritor Emmanuel Carrère piensa que «a cada uno de nosotros nos rodean las personas, pueden ser cinco, pueden ser diez, no muchas más, con las que atravesamos la vida». Yo creo que ese vínculo que nos conecta con ese puñado de personas que queremos y que nos quieren está hecho de pequeños gestos, bromas privadas, rituales fascinantes y silencios cómplices que quizá no cambien el rumbo de la historia, pero nos alimentan el alma.

Cuando mi madre iba a comprar el pan, el mundo se paraba. Verla derrochar simpatía con los vecinos (que hacían cola para saludarla), hacer malabarismos con las bolsas mientras sacaba el monedero y leerme la mente cuando la panadera le preguntaba «¿Más cosicas?» y mi madre le señalaba mi dulce favorito, me parecía todo un acontecimiento. Hoy sé que no me equivocaba. Qué inmensa suerte haber sido testigo de excepción del despliegue de belleza con que mi madre coloreaba lo cotidiano.

QOSHE - 'Lo cotidiano', por Gema Panalés - Gema Panalés Lorca
menu_open
Columnists Actual . Favourites . Archive
We use cookies to provide some features and experiences in QOSHE

More information  .  Close
Aa Aa Aa
- A +

'Lo cotidiano', por Gema Panalés

19 0
27.01.2024

Los sábados por la mañana, mi madre repetía sistemáticamente un ritual, cuya coreografía y puesta en escena me fascinaba. Movía su sillón hacia la zona más soleada del salón, junto a la ventana y, provista de un libro bien hermoso (un novelón de esos que le gustaban a ella), degustaba en soledad un aperitivo consistente en un martini rojo y una lata de berberechos con limón y pimienta.

A veces, las vecinas o sus hijos acudíamos a molestarla con nuestras tribulaciones y ella, sin abandonar su posición estratégica, atendía nuestras consultas con la serenidad y clarividencia de un oráculo. El ritual no finalizaba hasta que se bebía........

© La Opinión de Murcia


Get it on Google Play