Don Quijote abandona la casa de los duques donde tan agradablemente ha sido tratado, y donde, al mismo tiempo, le han ocurrido acontecimientos muy extraños. Algunos han sido grandiosos, dignos de ser cantados en epopeyas inmortales, como el sobrecogedor vuelo sobre Clavileño; otros, risibles y peregrinos, como la feroz batalla contra una tropa de gatos; y los ha habido, por último, inquietantes e incalificables, como los requerimientos amorosos de la bella Altisidora. Harto de aquella acuciante cortesía, de aquel castillo donde sucesos tan asombrosos ocurrían, donde demonios y magos se materializaban en desfiles de terroríficos carnavales para ilustrar con versos y alegorías, cómo y de qué manera quedaría liberada Dulcinea de la maldición que sobre ella pesaba; cansado de todo, en fin, aunque agradecido de corazón, don Quijote expresa en breves palabras el mucho amor que ha de profesarse al hecho en sí de ser libre. La libertad sobre uno mismo y sobre sus acciones resulta preferible a la comodidad y a la inacción, que acaba resultando paralizante.

Feliz el ánimo, el azar dispone que encuentren caballero y escudero un retablo de madera, desmontado y sobre un carro, en ruta hacia alguna iglesia para ornar en ella su altar mayor. Figuras desmontadas y fragmentadas, como desmontada y fragmentada está la mente de don Quijote, escapan a la comprensión de Sancho. Pero el buen hidalgo las reconoce. La alegría lo invade y las tiene por buen agüero. Son imágenes de santos batalladores, de hombres bienaventurados que fueron valientes guerreros. En la católica nación que luchó a muerte contra los moros, y que pretendía elevar a los altares a predicadores del acero, como el Cid o Fernán González, no puede extrañar que la milicia celestial y la milicia armada sean la misma cosa. Es el ideal del caballero como brazo de Dios, en combate sin cuartel contra paganos y enemigos de la fe.

Las manos de don Quijote acarician una figura. Es Santiago, el matador de moros, defensor de España. Grande es su alegría, y mayor aún cuando entre las figuras del maravilloso rompecabezas reconoce al valiente san Jorge, el vencedor del dragón. Cuántas bellas imágenes debieron de atravesar en ese momento su imaginación. Sin duda vendrían a su mente las antiquísimas tradiciones sobre Perseo derrotando al monstruo que aterrorizaba a Andrómeda. Pensaría en Apolo, vencedor sobre la serpiente gigante de Delfos. Recordaría al valeroso Orlando, salvador de Olimpia. También él hubiera querido ser uno de ellos. Acaso sus aventuras contra gigantes y demonios fueran, en un futuro no muy lejano, celebradas de idéntica manera.

Una tercera figura emerge, es san Martín, aquel soldado generoso que partió su capa con un pobre. Sancho duda un poco de aquella espontánea amabilidad, pero don Quijote no permite que nada terrenal nuble tan deliciosa visión. Él mismo tiene mucho, muchísimo, de aquel romano que portaba el nombre del dios de la guerra. ¿Acaso no ha ayudado siempre a los menesterosos? Lo que él hizo liberando a siervos apaleados o galeotes encadenados vale más que cualquier manto partido en dos. Además, ¿no fue ese san Martín el que también tuvo un extraño suceso con un cuerpo muerto? Exactamente igual que también la había vivido don Quijote, el santo soldado tuvo una extraña aventura en la que se encontró con un cortejo fúnebre; confundido, lo tomó por una reunión de malhechores. De idéntica y exagerada manera cargó como después lo hizo el manchego contra una hueste llorosa y compungida por el luto, que en plena noche parecía una ridícula sociedad de hechiceros.

Cómicos errores a los que nos lleva el exceso de celo. Si el destino se burla de los santos, don Quijote no debería sentirse humillado en exceso. Caballería y santidad caminan de la mano. Porque este pobre hidalgo enloquecido, este loco, es un santo verdadero, noble, bueno, sencillo, generoso, abnegado y presto a dar su vida por el amor, por la verdad, por la belleza; mas tanta gallardía, tanta santidad, hubo de pagarse cara. Por defender y reconfortar a todos los desgraciados y necesitados resultó humillado, vejado, apaleado en cada ocasión. Su corona de espinas fue una bacía de barbero. Y aunque su evangelio, escrito por un soldado de un solo brazo, fue vertido a todas las lenguas del mundo para bien de la humanidad, de manera que sus palabras fueran para la Tierra como luz que resplandeciera entre tinieblas, al final todos se burlaron.

Y las tinieblas no lo reconocieron.

QOSHE - Don Quijote en los altares - José Antonio Molina Gómez
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Don Quijote en los altares

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03.11.2023

Don Quijote abandona la casa de los duques donde tan agradablemente ha sido tratado, y donde, al mismo tiempo, le han ocurrido acontecimientos muy extraños. Algunos han sido grandiosos, dignos de ser cantados en epopeyas inmortales, como el sobrecogedor vuelo sobre Clavileño; otros, risibles y peregrinos, como la feroz batalla contra una tropa de gatos; y los ha habido, por último, inquietantes e incalificables, como los requerimientos amorosos de la bella Altisidora. Harto de aquella acuciante cortesía, de aquel castillo donde sucesos tan asombrosos ocurrían, donde demonios y magos se materializaban en desfiles de terroríficos carnavales para ilustrar con versos y alegorías, cómo y de qué manera quedaría liberada Dulcinea de la maldición que sobre ella pesaba; cansado de todo, en fin, aunque agradecido de corazón, don Quijote expresa en breves palabras el mucho amor que ha de profesarse al hecho en sí de ser libre. La libertad sobre uno mismo y sobre sus acciones resulta preferible a la comodidad y a la inacción, que acaba resultando paralizante.

Feliz el ánimo, el azar dispone que encuentren caballero........

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