Llega diciembre y, por qué será, piensa uno en aquellos que ya no están, en los muertos. Los muertos, sí, aunque hoy no sea correcto referirse así a ellos y hablemos con asepsia de aquellos que «se han ido» (¿A dónde?). Piensa uno en cosas que lo asaltan desde que -con apenas doce años- tomó conciencia de lo que suponía la muerte. Por ejemplo, ¿en qué momento dejaríamos de reconocer un paisaje que siempre tuvimos como nuestro? ¿En qué momento el presente cercano se convierte en pasado? ¿Cuándo años habrían de pasar para que mi abuelo dejara de conocer su pueblo, su gente, su entorno? Estas cosas me preguntaba yo con el paso de los años. Imagino que hace siglos ese lapso largo de tiempo era largo y se medía en años, incluso en décadas. En un mundo inmóvil no había mucha diferencia, ni técnica ni espiritual, en la vida de un pequeño pueblo entre 1620, pongamos por caso, y 1690. Pero la vida se fue acelerando, porque la modernidad es crecer sin límite, pese a lo que piensan los agoreros, y por eso ahora no es fácil saber en qué momento alguien dejaría de reconocer su entorno más cercano. Un entorno en el que las capas se superponen unas a otras: edificios que se pintan o que se caen, carreteras que se amplían, comercios que cierran, baldíos en los que se construye... A veces, a los postres, devorados por la nostalgia, Susana, Jaime y yo nos imaginamos el Mercado del Puente en 1920, y fabulamos en qué momento los nuestros no entenderían lo que ahora ven cuando cruzan el viejo puente -mal llamado romano- que da acceso desde el sierro a las campas del Mercado. ¿En qué momento nuestra tierra dejó atrás aquel mundo para llegar a lo que hoy es?

Pero lo nuestros no son solo nuestro entorno, también está la gente que te acompañó en la vida. Y recuerdo ahora que en hebreo, la palabra con la que se nombra a las generaciones («dor) hace referencia a la acción de tejer cestos. Por eso, ahora que se acerca la Nochebuena recuerdo que esa cena mágica es la metáfora de un gozne, el más importante. Ignacio Peyró lo definió de manera magistral hace años: ese día en el que te juntas a la mesa con aquellos que se asomaron a tu cuna y con los que un día se asomarán a tu tumba. Si todo ha ido bien, añado yo: hubo gente que no llegó a cenar con sus abuelos, como hay gente que nunca cenará con los hijos que ya no tendrá. Esa relación de los niños con los abuelos es especialmente mágica: lo normal es que solo te conozcan -o te reconozcan-de niño, y Galder Reguera sostenía en su libro más personal qua a veces se pregunta qué pensaría su abuelo del hombre en que se ha convertido hoy que es adulto. Qué pensaría el mío, barrunto también yo las tardes de invierno, cuarenta años después, de dónde hemos acabado la recua de nietos que tuvo, todos fuera de su tierra, alguno desarraigado, casi todos errantes: qué pensará donde esté de cada uno de nosotros. Y me asalta este pensamiento también pensando en mis hijos, o en mis sobrinos: ¿qué pensaría mi padre si llegara a verlos de adultos? ¿Cómo lo recordarán los niños que ahora son? Solo lo conocieron anciano, pero fue un hombre joven que antes fue un niño, nieto también de sus abuelos, y emigrante a la ciudad cuando apenas era un chaval. En estas relaciones familiares hay muchas «intrahistorias que aprendimos de corazón y al oído, sortilegios que no cuentan las crónicas y que se irán con nosotros», como escribió hace una década mi añorado maestro Lauro Anta.

Pero hace tiempo también que llegue a una conclusión, provisional, claro. El tiempo, que todo lo devora, nos enseña que la eternidad no es más que una maldición, porque somos muchas personas diferentes a lo largo de nuestra vida, y sería iluso pensar que podríamos quedarnos momificados en una sola de ellas para ser inmortales. ¿Qué seríamos para aquellos que solo nos conocieron de niños si en nuestra eternidad fuéramos ancianos? La continuidad del yo a lo largo de la vida es una ficción, útil, pero nada más que una ficción: no nos reconocemos en nuestro pasado porque no éramos esa persona; no hay que darle muchas vueltas. Como tantas otras ficciones -la patria, los dioses…- la identidad nos ayuda a dotar de sentido a nuestra vida, pero no hay que creérsela demasiado. Es verdad que este equilibro entre saber quién eres y no tomarte muy en serio es delicado, pero es que las cosas más valiosas de la vida siempre son frágiles. Al fin y al cabo, el futuro no existe, el presente es efímero y el pasado no es más que un país extranjero. Y, como sostenía L.P. Hartley, nunca seremos en él más que turistas…

(*) Sociólogo y politólogo

QOSHE - Melancolías entre la nieve - Manuel Mostaza
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Melancolías entre la nieve

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16.12.2023

Llega diciembre y, por qué será, piensa uno en aquellos que ya no están, en los muertos. Los muertos, sí, aunque hoy no sea correcto referirse así a ellos y hablemos con asepsia de aquellos que «se han ido» (¿A dónde?). Piensa uno en cosas que lo asaltan desde que -con apenas doce años- tomó conciencia de lo que suponía la muerte. Por ejemplo, ¿en qué momento dejaríamos de reconocer un paisaje que siempre tuvimos como nuestro? ¿En qué momento el presente cercano se convierte en pasado? ¿Cuándo años habrían de pasar para que mi abuelo dejara de conocer su pueblo, su gente, su entorno? Estas cosas me preguntaba yo con el paso de los años. Imagino que hace siglos ese lapso largo de tiempo era largo y se medía en años, incluso en décadas. En un mundo inmóvil no había mucha diferencia, ni técnica ni espiritual, en la vida de un pequeño pueblo entre 1620, pongamos por caso, y 1690. Pero la vida se fue acelerando, porque la modernidad es crecer sin límite, pese a lo que piensan los agoreros, y por eso ahora no es fácil saber en qué momento alguien dejaría de reconocer su entorno más cercano. Un entorno en el que las capas se superponen........

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