Una bella canción nos recuerda que ante el sufrimiento de los otros uno debe ser un puente sobre esas aguas tumultuosas. No pudimos ser ni pasarelas. Vivimos días de terror y nuestros puentes, físicos y sentimentales, colapsaron por la brutal fuerza de la naturaleza.
Cientos de voces clamaban ayuda; muchos culpaban a la gestión municipal; otros acusaban a los que edificaron al borde del río; los letrados repetían las viejas recetas para “solucionar” todo (planificación urbana, normativas, metropolización, control de cabeceras, etc.); y todos, eludimos nuestras responsabilidades. Lo cierto es que vimos absortos cómo las aguas tumultuosas se llevaban vidas humanas, viviendas y nuestra precaria infraestructura urbana.
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Este siglo viene con enormes desafíos para todos. Uno de ellos son los desastres naturales de la crisis climática originada por el hombre. En territorios y ciudades del planeta se vaticinan inundaciones, sequías, incendios, tornados, etc. Ante semejante panorama, organismos internacionales como la ONU Habitat estimaron: “Durante esta última década, los desastres naturales han afectado a más de 220 millones de personas y han causado un daño económico de 100 mil millones de dólares cada año”. Para esta década se predice un incremento exponencial de esas cifras. Es decir, estamos frente a desafíos urbanos gigantescos sin haber controlado, ni resuelto, los del siglo XX: un modelo de desarrollo urbano capitalista dependiente; una población carente de educación, polarizada y racializada; y un territorio geotécnicamente inestable, con ríos y riachuelos en pendiente, etc. Ergo: somos una bomba de tiempo.
Nuestra precaria infraestructura urbana data del siglo pasado y debe ser renovada en todos sus sistemas (canalizaciones, embovedados, estabilización de farallones, redes de alcantarillado sanitario y pluvial, manejo de cuencas, puentes, viaductos, etc.); es decir: necesitamos una millonada exorbitante para estabilizar la ciudad. En 2012, en un programa de televisión que anunciaba la construcción del teleférico, me opuse a ese gasto aparatoso y pedí que esos $us 750 millones (otros dicen cerca de 1.000 millones) se destinen a infraestructura urbana. Nadie escuchó mi sugerencia de invertir en lo razonablemente más importante.
En 2020, el Banco Mundial prestó $us 70 millones a las ciudades de La Paz y Santa Cruz para “reducir las vulnerabilidades ante los riesgos climáticos”, una pequeña suma al lado del sistema de transporte construido para alegrar a los turistas nacionales e internacionales. Esas decisiones, conocidas como “obras estrella”, son las aguas tumultuosas y erráticas de nuestra política.
(*) Carlos Villagómez es arquitecto