No podría vivir en una ciudad sin montañas. Me siento perdido en las planicies. Sin referencias, sin dioses, huérfano, sin madre. Por eso La Paz, Bilbao, Río de Janeiro. Buenos Aires y Montevideo también me gustan, aunque no tengan montañas. Ellas tienen bibliotecas y librerías. Y escritores que son como montañas. Cuando estoy en una ciudad sin cerros a la vista, trato de inventarlos, soñarlos, escribirlos. ¿Dónde descanso la mirada si no hay montaña a la vista? ¿Dónde fijo mis ojos para no pensar en nada?

Leo un poema del chileno Zurita en el maravilloso ensayo poético del colombiano Santiago Espinosa (El resplandor y la sombra). Habla de montañas que avanzan. Entonces me imagino que los cerros devoran la ciudad de La Paz en una marcha silenciosa y vertiginosa. La “hoyada” queda enterrada, congelada en el olvido. Dicen que cuando alguien muere se despierta la cordillera. (“Hacía el misterio / caen poetas y / montañas”, Oscar Wilde).

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Espinosa inventa una poética de las montañas (también le cambia el primer apellido a nuestro poeta, mi tocayo Ricardo Jaimes Freyre) y sostiene que las montañas están más presentes cuando no se las nombra. Así será cuando todos hayamos desaparecido. Su ensayo, presentado en la última Feria del Libro de La Paz, es un libro sobre poesía y montaña, sobre viajes, sobre la necesidad que tenemos de literatura y monte. Tiene paradas en Chile, Bolivia, Colombia, Argentina, Uruguay, Brasil y por supuesto Colombia (en las montañas de Bogotá y Medellín). Nos habla de sus montañas íntimas, de las tuyas, de las mías.

¿Qué pasará cuando muera la última persona que vea nieve en la punta del Illimani? ¿Se convertirá en montaña? ¿Mirará la hora en los relojes de sol? ¿Se esconderá el tiempo otra vez en los cerros? ¿Aprenderemos entonces el lenguaje las sombras? ¿Recuperaremos esa vieja relación con la naturaleza? ¿Volveremos a las montañas?

(“Solo hay canto porque hay montañas / porque lo que decimos / las montañas lo deforman / Ellas nos enseñaron / a no tener del todo la razón / a suspendernos y esperar”, Fabio Morábito).

El Illimani, el Mururata, el Sajama, el Huayna Potosí y el volcán Tunupa en el Salar de Uyuni tienen algo que nos seduce, que nos empuja a acercarnos a sus pies, a mirarlos, a extrañarlos cuando estamos lejos. El Grillo Villegas se llevó un cuadro del “resplandeciente” de Rosemary Mamani cuando se fue a estudiar música a Buenos Aires. El Illimani te cura de nostalgias. Esa es su magia, su embrujo, amigo.

¿Qué tienen nuestras montañas que tanto las pintamos? Todavía no lo sé. Quizás lo hemos olvidado. ¿Acaso no recordamos que “somos los hijos del padre de todos los dioses/montañas, hijos del padre de todos los ríos”, como dejó escrito el peruano José María Arguedas?

(“Estás hecha / de luz y de montaña / de jirones de piedra / y ríos que te trenzan / al descender”, Blanca Wiethüchter).

La seducción de las cumbres ancestrales nos desafía/reta. Para ser mejores. Para ser nosotros mismos. La montaña —“llena de antiguo orgullo triunfal” como dejó escrito el nicaragüense Rubén Darío— no nos olvida. “Algún día todos nos convertiremos en montaña”, dice Santiago Espinosa.

Para los que hemos nacido y vivido en ciudades con cerros a la vista, la montaña es la medida de todo, es el norte y el sur. Es por donde miras cuando pierdes todo, incluso la mirada. En las ciudades planas con llanuras infinitas, los edificios y las torres de las iglesias me sirven de guía, de faro. ¿Acaso no son esos rascacielos simulacros falsos de montaña? ¿Acaso no son engañosas moradas de dioses?

(“No amo mi patria / su fulgor abstracto / es inasible. / Pero (aunque suene mal) daría la vida / por diez lugares suyos, / cierta gente, / puertos, bosques de pinos, / fortalezas, / una ciudad deshecha, / gris, monstruosa, / varias figuras de su historia, / montañas -y tres o cuatro ríos”, José Emilio Pacheco).

La montaña siempre está ahí. ¿Qué hay detrás de ella? El poeta chino Han Dong responde: otra montaña. Ella nos mira aunque no la miremos. Parece invisible. Estuvo, está y estará. Olvidada. Nuestros cerros fueron observados por Bolívar y Túpac Katari, por el Che y Bartolina; hermanados todos por las mismas piedras. Son las mismas montañas que yo veo ahora. Leales, siempre. Mudas. Inmóviles.

Sostiene Espinoza en su hermoso ensayo que los cerros son la imagen de nuestros ancestros dormidos, suspendidos en el tiempo. Abuelo Illimani, padre viejo. Abuela Tunupa, en perpetuo silencio. Joven (Huayna) Potosí, esperando el relevo. Nos hablan callados, en la lengua antigua de las piedras. Nos susurran que morir es hacernos piedra. Tejidos de roca que nos cuentan historias que hemos olvidado, leyendas que ya no recordamos. ¿Será por eso que andamos extraviados?

(*) Ricardo Bajo vende escobas

QOSHE - Volveremos a las montañas - Ricardo Bajo H
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Volveremos a las montañas

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20.03.2024

No podría vivir en una ciudad sin montañas. Me siento perdido en las planicies. Sin referencias, sin dioses, huérfano, sin madre. Por eso La Paz, Bilbao, Río de Janeiro. Buenos Aires y Montevideo también me gustan, aunque no tengan montañas. Ellas tienen bibliotecas y librerías. Y escritores que son como montañas. Cuando estoy en una ciudad sin cerros a la vista, trato de inventarlos, soñarlos, escribirlos. ¿Dónde descanso la mirada si no hay montaña a la vista? ¿Dónde fijo mis ojos para no pensar en nada?

Leo un poema del chileno Zurita en el maravilloso ensayo poético del colombiano Santiago Espinosa (El resplandor y la sombra). Habla de montañas que avanzan. Entonces me imagino que los cerros devoran la ciudad de La Paz en una marcha silenciosa y vertiginosa. La “hoyada” queda enterrada, congelada en el olvido. Dicen que cuando alguien muere se despierta la cordillera. (“Hacía el misterio / caen poetas y / montañas”, Oscar Wilde).

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