Un alegre afán ocupa a los comunarios desde la madrugada del Martes de Ch’alla, el día de la entrada del Carnaval de Turco. Unos preparando la comida de familia, porque muchos se juntan en esta fiesta; otros alistando la ropa para bailar, normalmente polleras, pantalones, wistallas (ch’uspas, bolsas tejidas con lana multicolor) y culebras (para ondearlas al bailar) de a colores, y algunos adornando la casa y los vehículos con globos, serpentina y canastas de flores, alcohol y cerveza.

Mi madre, Matilde, que se preocupa por que la tradición no se muera, me cuenta que este día es de los hombres y mujeres de la comunidad, a los que con lirios en los sombreros solían recibirlos el tata y la mama awatiris del año (autoridades originarias). Son el phaqhalli (el florecimiento). Ahora, en la modernidad, se los recibe con serpentina y mixtura de los colores del ayllu; también con chicha dulce, coctel y par de cervezas.

Antiguamente, antes de los años 40, el Carnaval de Turco solía celebrarse al son de guitarrillas, que son una especie de guitarrones, como las qunqutas de los ayllus del norte de Potosí. Largas caminatas desde el campo de pastoreo o de cultivos precedían al Martes de Ch’alla, incluso desde la tarde del día anterior. Los comunarios llegaban ataviados con atuendo de fiesta, flores de temporada y merienda (charque, queso, chuño, papa recién consechada) que compartían con sus pares en los alrededores de la munaya, el lugar de encuentro definido por cada ayllu en las afueras del pueblo; una especie de wak’a, sitio sagrado para el saludo fraterno de la comunidad.

Allí se planta un tronco adornado de flores de la época (sak’a, amarillas, y k’ila, moradas). Lleva arriba una bandera blanca, lukma o membrillo y una botellita de alcohol. Su significado es tan importante, que transmiten unidad, armonía y salud; buena cosecha y ganado nuevo (llamas, alpacas, ovejas y vacas) y, con la bandera blanca, el llamado a las nuevas lluvias (ch’iwi qallu) y a la misma comunidad. Es el tronco la matriz del ayllu, fuerte y altivo, para una convivencia pacífica próspera.

Al son de la tarqueada, los bloques de danzarines, unos venidos de Chile y otros de las ciudades del país, ensayan sus últimos pasos antes de la esperada entrada a la plaza San Pedro. Mi madre me cuenta que desde que tiene uso de razón, en los años 50, la tarqueada siempre animaba la fiesta; como mi abuela Micaela se lo contó. La música fue traída desde Pacajes, La Paz; ya es tradicional en la época y Turco ha sido sabido explotarla en su exposición anual en los festivales de Jallupacha (tiempo de lluvias) o Anata Andino, en los que es el más ganador. ¡Y suena bien!

Ondeando banderas blancas, llamando lluvias y a la comunidad, la comitiva de bailarines ingresa ostentosa a la plaza. Los awatiris escondidos en miles de hilachas de serpentina, a través de los que apenas puede ver, encabezan el antruejo. Les siguen alegres danzarines que ondean sus culebras y marcan el paso al son de la música, en hileras interminables que rodean la plaza.

Pasan de largo al mostrarse al público; van en busca de la autoridad del próximo año, nada más al comenzar el año del anfitrión del Carnaval, que los esperan en su quri tapa (vivienda de “oro”). Allí cumplirán el ritual de presentación; el próximo (tata y mama) será vestido con el chimpu (vestimenta tradicional). Una diana de la tarqueada y vítores de augurio, además de serpentina, mixtura y cajas de cerveza acompañarán la ocasión.

Es el sara thaki, el camino ancestral que guía la gestión de las autoridades originarias.

Bajo su mando, los comunarios cumplirán sus faenas particulares y los awatiris (pastores) los cuidarán, como cuida a su hato de ganado, incluso con las nominaciones: tunu auki o ‘delantero’ (guía o sabio), jila qallu auki o mama (mayor) taypi wiña (joven, media vida) y qhaqha o lat’u (niño, aprendiz y travieso). Su comunidad. ¡Jallalla!

Es lo poco que sabemos, pero es el Carnaval que añoramos. Mientras la tradición oral nos ayude a conservarlo de generación en generación.

Rubén Atahuichi es periodista

QOSHE - Carnaval añorado - Rubén Atahuichi
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Carnaval añorado

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14.02.2024

Un alegre afán ocupa a los comunarios desde la madrugada del Martes de Ch’alla, el día de la entrada del Carnaval de Turco. Unos preparando la comida de familia, porque muchos se juntan en esta fiesta; otros alistando la ropa para bailar, normalmente polleras, pantalones, wistallas (ch’uspas, bolsas tejidas con lana multicolor) y culebras (para ondearlas al bailar) de a colores, y algunos adornando la casa y los vehículos con globos, serpentina y canastas de flores, alcohol y cerveza.

Mi madre, Matilde, que se preocupa por que la tradición no se muera, me cuenta que este día es de los hombres y mujeres de la comunidad, a los que con lirios en los sombreros solían recibirlos el tata y la mama awatiris del año (autoridades originarias). Son el phaqhalli (el florecimiento). Ahora, en la modernidad, se los recibe con serpentina y mixtura de los colores del ayllu; también con chicha dulce, coctel y par de cervezas.

Antiguamente, antes de los años 40, el Carnaval de Turco solía celebrarse al son de guitarrillas, que son........

© La Razón


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