Matilde es de armas tomar y de temer también. Luego de sus tres primeros partos, siempre pensó que en el siguiente iba a a morir ella o el hijo que venía en camino. Es que las condiciones de salud en el pueblo eran extremas, a 155 kilómetros lejos de la ciudad y a unos pasos de un vetusto centro médico que —¡vaya paradoja!— no tenía un médico, sino una enfermera.

Con las arrugas pronunciadas y la nieve cada vez más blanca de su cabello, se anima poco a poco a contar sus 80 años. Es una sonata escuchar sus historias, sus sufrimientos y sus alegrías en aymara, y a la vez, en castellano. Siempre con un dejo de humildad.

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Ya baja el ritmo de sus caminatas tras el ganado, su querido hato de llamas y alpacas blancas, por los cerros y Cantuyu. Es que hace unos meses un dolor en el talón de Aquiles le impide el esfuerzo de siempre, aunque el parche León le hace bien. Ni las dos vértebras rotas en la caída de una pasarela del Carnaval de Oruro de 2014 la habían afectado tanto como ahora. “Los años, pues, ya me pesan”, dice con resignación.

Matilde pasó su vida en mil oficios, desde ayudar a sus padres a hacer carbón y cargarlo hacia el pueblo para que don Enrique Ortega o don Zoilo Verástegui, en sus viejos camiones, lo vendan en la ciudad; hasta hornear pan desde cuando murió su padre, vender choclos frescos con queso en la feria de Walpuni, en la frontera con Chile, o hacer helados con pan fresco en los campeonatos de fútbol, preparar té con té en las noches frías de junio de aniversario del pueblo y vender charquekán en la parada de los buses, cuando la carretera hacia la ciudad era aún de tierra.

Su compañero de vida, Eduardo, ya sufrió el freno de sus casi 82 octubres; un dolor —superado por ahora— en la ciática casi lo deja sin sus pasos altivos hace un par de años. “Si no fuera por su carro, ya no caminaría mucho”, cuenta Matilde.

También abre su libro de historias: su decisión de estudiar docencia en la normal de Corque, sus sufrimientos al responsabilizarse de sus hermanitas Berna y Sara al morir sus papás, su tarea de administrador de la pulpería de la planta de pólvora en Chile, su trabajo en el techo en el templo colonial del pueblo, el gran futbolista que fue y sus campeonatos o la vez que un tío suyo le entregó una desvencijada bicicleta a cambio de la deuda de 18 llamas a su padre. ¡18 llamas!

Maestro rural, las generaciones que pasaron por su carrera lo recuerdan como “el más estricto, pero un buen profesor”. Es memorable en mis relatos la vez que —siendo mi profesor de primaria— me corrigió un dibujo de Eduardo Abaroa con el bigote caído, cuando, en realidad, decía que el héroe del Topáter los llevaba ondulado en los extremos. ¡Qué lección, que me ayudó siquiera a ser un artista en pausa en el oficio!

Recuerdo los años 90 cuando sufría una leve depresión al saberse jubilado. Aprendió a preparar charque de llama (carne deshidratada) para venderlo en sobres manila. Fue el pionero del oficio y se fue a Puno, Perú, a aprender a hacer embutidos también. Montó una planta tecnificada de producción de charque, que, ahora, con poca actividad, parece convertirse en una sala de museo.

Matilde y Eduardo viven solos en una casa para más de 11 personas, sin contar el hospedaje que instalaron. Ahora pueden tener comodidades que no pudieron tener “por sacar adelante” a sus nueve hijos. Sin embargo, se entiende, tenerlo todo no es nada si en el día a día solo se miran y recuerdan con nostalgia cómo sus criaturas llenaban de alegría y rabietas la casa, y ahora son adultos ocupados en sus quehaceres y sus propios sueños, lejos del pueblo; a veces, a su turno, solo los fines de semana, en los feriados o en el Carnaval.

La prole ha crecido, que tienen 26 nietos (dos en la eternidad) y cuatro bisnietos; devenidos del tronco ancestral, los bisabuelos Celestino y Micaela, y Manuel y Fabiana, y los tatarabuelos Marcelo y Carlota, Rufino y María, Jorge y Felisa, y Santiago y Emiliana.

Son mis padres, ahora siento más ganas de estar con ellos; quise hacerles este homenaje. “En vida, hermano, en vida”, decía la poeta mexicana Ana María Rabatté.

(*) Rubén Atahuichi es periodista

QOSHE - En vida, hermano, en vida… - Rubén Atahuichi
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En vida, hermano, en vida…

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24.04.2024

Matilde es de armas tomar y de temer también. Luego de sus tres primeros partos, siempre pensó que en el siguiente iba a a morir ella o el hijo que venía en camino. Es que las condiciones de salud en el pueblo eran extremas, a 155 kilómetros lejos de la ciudad y a unos pasos de un vetusto centro médico que —¡vaya paradoja!— no tenía un médico, sino una enfermera.

Con las arrugas pronunciadas y la nieve cada vez más blanca de su cabello, se anima poco a poco a contar sus 80 años. Es una sonata escuchar sus historias, sus sufrimientos y sus alegrías en aymara, y a la vez, en castellano. Siempre con un dejo de humildad.

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Ya baja el ritmo de sus caminatas tras el ganado, su querido hato de llamas y alpacas blancas, por los cerros y Cantuyu. Es que hace unos meses un dolor en el talón de Aquiles le impide el esfuerzo de siempre, aunque el parche León le hace bien. Ni las dos vértebras rotas en la caída de una pasarela del Carnaval de Oruro de 2014 la habían afectado tanto como ahora.........

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