Cuando llega este tiempo, poco a poco y aterecidos, van ocultándose los pájaros que trinaban en tus ventanas, que silbaban o se columpiaban en las ramas. Entonces aparecen otros seres volátiles, esos propios de la Navidad, que ya casi está ahí mismo, tan dulce y tan blanca. Vuelan, claro, revolotean y se te suben a los hombros o se te posan en el alma.

De crio les supones pájaros, pajaritos que se suben a las nubes y que se te acercan a decirte al oído cosas verdaderamente guapas.

Unos espíritus transparentes, aceptados en todos los lugares del mundo, en todas las culturas, y siempre que los pintamos les ponemos alas.

Por eso cuando de chico corres y te caes y aún no ha llegado tu madre, notas que alguien te acaricia con manos de algodón suave. Cuando te pierdes, ya mayor, en la montaña y la nieve se apretuja fría a tu redor, juras que alguien calienta tus oídos con un vapor cálido. Cuando algo te sale mal y crees que vas a derretirte, a deprimirte, esbozas una sonrisa porque, entonces, escuchas picotear colibríes en la ventana.

Son, cómo no, los ángeles.

Son trastes. Van y vienen y a veces te esconden las llaves o aquel papel tan importante. Entonces te asombras pues sabes bien que aquello estaba allí y se lo han llevado. Te paras y miras en redor y entonces no ves nada. Pero la verdad es que en ese espacio que hay entre tú y el cielo hay ángeles.

Esos ángeles tan divertidos que se permiten tomarte el pelo, bromear contigo, simplemente cumplen con su función que es precisamente esa, la de recordarte que Dios no está tan lejos, y que ellos están ahí translúcidos y tímidos. Si has de hablarles, hazlo sin palabras, con el gesto dulce y la mirada. Porque ellos son vergonzosos, medrosos, lánguidos y decaídos.

Ellos son los ojos de Dios, las manos de Dios, los oídos de Dios.

Al cumplir años nos hemos convencido de que son sólo un cuento para niños. Y nos descreemos, y nos juramos que ellos ya no están, que nunca estuvieron, que no fueron nunca nada. Sólo son los habitantes de los cuadros de Velázquez y Murillo. Llegada esa soledad nos sentimos torpes, desorientados, y vagamos por nuestra casa y certificamos que nuestras habitaciones están deshabitadas. Sin embargo, si entonces te paras, escucharás con nitidez que alguien te está calentando el café con leche en la cocina, con dos tostadas.

Estos días de santos y difuntos habrás visitado el camposanto. Allí los verías serios, impertérritos. Juras, al verlos que son estatuas del XIX o de principios del siglo XX. Que son de mármol y que allí envejecerán sin otro propósito que el de hacer crecer sobre sus brazos albos los musgos o los líquenes al lado de aquellas viejas tumbas de los poetas, los músicos eminentes o los guerreros. Cuando vuelvas míralos al detalle. Allí descubrirás que son estatuas vivientes, sólo mimos, pantomimas que se fingen hieráticas para darte pena y para que les pongas esa carita de niño asombrado con la que los mirabas en otro tiempo, en aquel en el que fácilmente creías en las hadas buenas.

Tengo un amigo que se ha enamorado. Bueno… más que enamorado está completamente transido de ese sentimiento que a uno le parece invalidante. Nosotros le preguntamos ¿Pero se puede saber qué tiene? Y siempre responde:... es que tiene ángel.

Créeme. También son dulces, melifluos, algo pegajosos estos seres… volátiles… espíritus celestes, querubes, que nunca te dejan solo y te acompañan.

QOSHE - Ángeles - Plácido Blanco Bembibre
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Ángeles

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19.11.2023

Cuando llega este tiempo, poco a poco y aterecidos, van ocultándose los pájaros que trinaban en tus ventanas, que silbaban o se columpiaban en las ramas. Entonces aparecen otros seres volátiles, esos propios de la Navidad, que ya casi está ahí mismo, tan dulce y tan blanca. Vuelan, claro, revolotean y se te suben a los hombros o se te posan en el alma.

De crio les supones pájaros, pajaritos que se suben a las nubes y que se te acercan a decirte al oído cosas verdaderamente guapas.

Unos espíritus transparentes, aceptados en todos los lugares del mundo, en todas las culturas, y siempre que los pintamos les ponemos alas.

Por eso cuando de chico corres y te caes y aún no ha llegado tu madre, notas que alguien te acaricia con manos de algodón suave. Cuando te pierdes, ya mayor, en la montaña y la nieve se apretuja fría a tu redor, juras que........

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