La vida de los cuadros. Tiene tela. De fondo. Una hilatura que conforma un paño sensible. Lleno de huellas. Dactilares. Algunas invisibles, pero impresas, como datos, que explican cosas en el reverso o entre costuras. O entre ingletes. Al igual que las imágenes de las películas, que una cosa es lo que se ve y otra lo que cuentan, los lienzos solapan capas y hablan más allá del motivo enmarcado. Cuentan más allá de lo mostrado. Tú contemplas, no sé, y sin salir de casa, un Goya o un Velázquez o un Sorolla y lo que registran y legan es un tiempo y una luz. Son, además de un tejido, una piel. Porque es el tiempo el que hace y pinta. Y multiplica o sondea las historias que se encontraban al fondo de lo que vemos. Porque una pintura se esponja o se cuartea o palidece o se resalta, vive, por efecto no sólo de los elementos o de la edad sino porque se mueve por dentro; porque reacciona frente a cada presente; por la forma en que es mirada y calibrada desde cada ángulo del presente. Los cuadros, en definitiva, hablan. No todos. O de igual manera. Hablo de los que atesoran, en su trazo, en su pincelada, en su escena, un mundo, una cata en nuestro acontecer. Y en su imaginación. Cuando se habla de la restauración de una obra pictórica, debe también considerarse cómo la información que el cuadro contiene de origen se ha ido empapando del aliento y accidentes de su devenir; es decir, de sus propietarios, de las salas, de los espectadores, de los traslados, de la literatura vertida sobre él, de sus pasados consecutivos. Todo eso va directo al cúmulo de sentidos de la obra. Reclaman tu atención, disponen tu percepción, moldean tu juicio. Y así, en estas últimas semanas, el cuadro de Camille Pissarro, Rue Saint-Honoré por la tarde. Efecto de lluvia ha pasado de contar una intersección urbana en París a contar más de un siglo, rebasando el 1897 de su manufactura y su Paris; sólo dos años después, por cierto, del nacimiento del cine. Nunca hasta hoy este cuadro ha sido tan visto, tan observado, tan inspeccionado. Nunca antes se atravesado su tela, hasta penetrar en –como diríamos al hilo de la estremecedora película estrenada esta semana– una “zona de interés”: aquella que proyecta la pieza sobre un posible siniestro. El relato de un episodio de transacción dramática infligida sobre un instante, uno de los quince trazados por Pissarro desde el balcón de la modernidad; desde la visagra entre siglos, siniestrados, como otros tantos destellos y alumbramientos en el corto plazo de dos guerras mundiales y la apertura de las puertas del infierno. Ahora es imposible ver esa desembocadura entre Saint-Honoré, el boulevard de la Ópera, la Plaza de la Comedie sin pensar en todo aquello que le pudo suceder a la tela. Pissarro sólo intentaba estudiar desde el balcón el aspecto y luz cambiantes de ese punto. En el caso de esta versión, la que se puede admirar en el Thyssen, matizada por la cortina de lluvia. Hoy parecería que esa misma lluvia fuera a borrar la trama del propio cuadro, romántica y cívica, para transparentar una recámara oscura, ensombrecida por el relato de un posible saqueo en la época nazi, el de la inseguridad de su ubicación y el del dilema moral de una devolución. Diríase que la lluvia pintada también quisiera borrar aquel drama. Estos días, en fin, reaparece el fantasma en la tela, a cuestionarse el destino final de Rue Saint-Honoré por la tarde. Efecto de lluvia. Los cuadros son para verlos. Es lo que más odiarían, por cierto; lo que derretiría como brujas maléficas de cuento, a aquellos verdugos que vieron en el alumbramiento, en el impresionismo, en la abstracción una expresión degenerada. La única forma de proteger Rue Saint-Honoré por la tarde. Efecto de lluvia, es formar parte de él, verlo, asomarse al balcón del Hôtel du Louvre, a cualquiera de las horas y luces del día que Pisarrro quiso reflejar (en esta versión o en las otras catorce, diversas en el momento representado) y escuchar el rumor de la lluvia y el ruido de los carruajes: su cine mudo. Y convertirte en unos de los paseantes de ese trozo de vida, de ventana de color. Ése será, en cualquier caso, el emplazamiento del cuadro: nuestra retina.

QOSHE - Tela de fondo - Bernardo Sánchez Salas
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Tela de fondo

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01.02.2024

La vida de los cuadros. Tiene tela. De fondo. Una hilatura que conforma un paño sensible. Lleno de huellas. Dactilares. Algunas invisibles, pero impresas, como datos, que explican cosas en el reverso o entre costuras. O entre ingletes. Al igual que las imágenes de las películas, que una cosa es lo que se ve y otra lo que cuentan, los lienzos solapan capas y hablan más allá del motivo enmarcado. Cuentan más allá de lo mostrado. Tú contemplas, no sé, y sin salir de casa, un Goya o un Velázquez o un Sorolla y lo que registran y legan es un tiempo y una luz. Son, además de un tejido, una piel. Porque es el tiempo el que hace y pinta. Y multiplica o sondea las historias que se encontraban al fondo de lo que vemos. Porque una pintura se esponja o se cuartea o palidece o se resalta, vive, por efecto no sólo de los elementos o de la edad sino porque se mueve por dentro; porque reacciona frente a cada presente; por la forma en que es mirada y calibrada desde cada ángulo del presente. Los cuadros, en definitiva, hablan. No todos. O de igual manera.........

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