Cuando tenemos miedo buscamos la calidez de otra mano tratando de hallar consuelo ante lo que nos atemoriza. De cuanto nos asusta nada nos estremece tanto como la idea de la muerte. La certeza de que llegará no nos produce alivio sino inquietud ante el desconocido momento del desenlace. Intuyo, quizá equivocadamente, que es posible, sólo posible, que el anciano tenga con la muerte una relación más serena aunque no menos temerosa. La vejez no sólo presiente la muerte sino que la recuerda, la ha visto en otros. También saben los mayores que la angustia de la propia extinción se acrecienta en la soledad.

Por eso no me quito de la cabeza las insoportables palabras de la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, sobre la muerte generalizada de ancianos en las residencias de Madrid. «-No se salvaban en ningún sitio», ha afirmado con la rotundidad altanera que la caracteriza. Según su sabiduría, iban a morir igual. No hay duda, todos moriremos, pero quizá no lo hubieran hecho si el «Protocolo de la vergüenza», autorizado por su gobierno, no hubiera seleccionado a unos, los que tenían seguro, sobre los que no lo tenían para ser llevados al hospital. En los hospitales también se muere pero queremos que los equipen no que los cierren. En ellos muchos ancianos se salvan hoy y se salvaron entonces.

Durante la pandemia hubo mucho sufrimiento y un desánimo general ante una nueva peste que nos recordó nuestra propia fragilidad ante una naturaleza a la que ignoramos y esquilmamos. Fue un tiempo de tragedia y hubo que superar la adversidad, como siempre en la historia de la humanidad, con dolor y con muerte. En todo el mundo se improvisó para superar la pandemia. No pasa nada por reconocer y analizar errores para no repetirlos. Es lo más eficaz ante la evidencia de que miles de ancianos, en una sociedad que ha impulsado el derecho a una muerte digna, fallecieron en el abandono más flagrante. Ni tuvieron una mano en la que sujetar su miedo ni cuidados paliativos que aliviasen su dolorosa agonía.

Las palabras de Ayuso me trajeron recuerdos de ese tiempo en el que los mayores nos contaban viejas historias. Las escuchaba con ojos quietos porque algunas me asustaban. Aquel relato de un hombre terrible concluía con lo peor de lo peor que, según la abuela, podía pasarle a un ser humano: «-Y, al final, murió solo, como un perro». No había mayor desgracia que morir abandonado y sin cariño.

Por eso las palabras de Ayuso y la forma en que fueron dichas suenan tan descarnadas que aterran. Hieren más porque la soberbia nunca fue compasiva. Creo que un poco de humildad humanizaría más a esta clase política actual que sólo sobresale en el fango. Se está llegando a unos extremos que asquea y repugna comprobar la falta de humanidad de tantos Pinochos que juran preocuparse por nosotros.

QOSHE - Pinochos - María Antonia San Felipe
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Pinochos

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24.02.2024

Cuando tenemos miedo buscamos la calidez de otra mano tratando de hallar consuelo ante lo que nos atemoriza. De cuanto nos asusta nada nos estremece tanto como la idea de la muerte. La certeza de que llegará no nos produce alivio sino inquietud ante el desconocido momento del desenlace. Intuyo, quizá equivocadamente, que es posible, sólo posible, que el anciano tenga con la muerte una relación más serena aunque no menos temerosa. La vejez no sólo presiente la muerte sino que la recuerda, la ha visto en otros. También saben los mayores que la angustia de la propia extinción se acrecienta en la soledad.

Por eso no me quito de la cabeza las insoportables palabras de la presidenta madrileña,........

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