Un discurso reciente del presidente, Gustavo Petro, terminó con la humanidad otra vez en el espacio: “Sí creo que la misión de la humanidad es el universo. Y que solo nos lo impide estarnos matando a nosotros mismos. Por eso somos étnica cósmica, como decía Vasconcelos”, afirmó desde un colegio de Bogotá. En realidad, el político, revolucionario, y utopista mexicano habló fue de “raza cósmica”.

Carlos Granés, ensayista colombiano, le dedicó a la figura de José Vasconcelos un capítulo en su libro Delirio Americano (Taurus, 2022). La Silla Vacía lo republica con el permiso del autor y la editorial. Agradecemos a ambos. La historia de Vasconcelos, de hace un siglo, es útil para entender el vanguardismo latinoamericano que hoy busca reencarnar Petro con otros matices, pero una “misión divina” similar.

JOSÉ VASCONCELOS Y EL DELIRIO RACIAL

En nombre de ese pueblo que me envía os pido a vosotros, y junto con vosotros a todos los intelectuales de México, que salgáis de vuestras torres de marfil para sellar un pacto de alianza con la Revolución. […] Las revoluciones contemporáneas quieren a los sabios y quieren a los artistas.

Habían pasado diez años de lucha y la Revolución mexicana se apaciguaba. Zapata estaba muerto, Venustiano Carranza estaba muerto, Pancho Villa no tardaría en caer, Álvaro Obregón era el presidente y Plutarco Elías Calles se preparaba para sucederlo en el cargo. Ahora los supervivientes se enfrentaban al descomunal reto de darle un sentido y una justificación histórica al millón de muertos que dejaban los levantamientos y al devastador caos que se había llevado por delante la economía y las viejas instituciones del porfiriato. Con las pistolas aún cargadas, los caudillos debían crear un Estado posrevolucionario que reuniera de alguna forma las muchas demandas que hicieron estallar la revolución. Y así fue: tomando elementos de aquí y de allá, moldearon una nueva forma de gobierno sincrética que tuvo como base el principio liberal de Madero, la no reelección presidencial, adaptada a un sistema liberal, de partido único, monopolizado por los caudillos triunfantes. Esta particular mezcla haría del nuevo México un Estado revolucionario e institucional, democrático en sus rituales y autoritario en la práctica, aglutinado por un fuerte sentimiento nacionalista y por el proyecto cultural de uno de los personajes más fascinantes, contradictorios y trágicos de la historia latinoamericana: José Vasconcelos.

Por América caminaban titanes. Si Atl había dado el salto del modernismo a la vanguardia, Vasconcelos sería el encargado de racializar el arielismo y promover toda suerte de utopías artísticas y sociales. También él había participado en la revolución, desde luego, primero al lado de Madero, luego de Carranza y finalmente de Obregón, y con el final de los enfrentamientos quedaba en primera fila, entre los vencedores, listo para convertirse en un personaje público. En 1920 era nombrado rector de la Universidad Nacional de México, cargo que estrenó convocando a los intelectuales y artistas a que pusieran su talento al servicio de la revolución.

Ese sería su gran encargo, su gran reto: convertir a los artistas en obrero de la patria, sumarlos a la gran tarea de representar al México moderno y de crear un nuevo relato de la identidad nacional.

Vasconcelos había estudiado bajo los preceptos positivistas de Gabino Barreda y Justo Sierra, que predominaron en el sistema educativo del porfiriato. Como en Brasil, en México la filosofía positivista de Auguste Comte había sido uno de los pilares del proyecto modernizador decimonónico, ya él se habían afiliado las mentes jóvenes y progresistas. Pero en 1909 Vasconcelos entró a formar parte del Ateneo de la Juventud, y en una conferencia dictada por el dominicano Pedro Henríquez Ureña tuvo noticias de José Enrique Rodó. La imagen de Ariel lo sedujo de inmediato, le amplió el horizonte, lo exaltó. De pronto la filosofía del porfiriato empezó a parecerle nociva, no solo antidemocrática, sino algo mucho más grave: un atentado contra la esencia de la cultura hispanoamericana. Rodó le había abierto los ojos con sus ideas sobre la raza latina. Los americanos no podían adherirse a una escuela de pensamiento positivista que había intentado convertir a las naciones latinas en imitadoras de Estados Unidos, y que además mataba el ideal y despreciaba las artes en nombre del progreso.

Los arielistas criticaron el utilitarismo positivista, pero no se libraron de uno de sus más nocivos prejuicios: creyeron en la psicología de las razas. De ahí que Vasconcelos eligiera como lema de la universidad esa extraña frase, «por mi raza hablará el espíritu»: porque creía que las razas tenían espíritus distintos y que el nuestro, el latino, sumaba entre sus vicios la propensión al caudillismo y entre sus virtudes la hondura y la inclinación al ideal. Como buen arielista, el rector también desconfiaba de los yanquis. Durante su infancia había vivido en la frontera norte de México y sabía que la lucha entre sajones y latinos era inevitable. Por eso valoraba positivamente que Rodó hubiera invocado la unidad latinoamericana, aunque aquello no le parecía suficiente. Se necesitaban ideas más osadas, proyectos descomunales que cambiaran el centro de gravedad del mundo, y a eso dedicó sus esfuerzos intelectuales entre 1910 y 1925: a descubrir la manera de convertir América Latina en el lugar de la más esplendorosa utopía.

En 1916 ya decía que las naciones latinas de América debían tener como meta «moldear el alma de la futura gran raza». En sus ensayos empezaba a hablar del «amor de la raza» y del «panetnicismo», conceptos que desarrollaría con más precisión en su gran libro de 1925, La raza cósmica, un ensayo que también era la visión de una Latinoamérica convertida en la cuna de una nueva civilización, el nicho de una nueva Atlántida habitada no por latino, sajones, orientales o hindúes, sino por una raza nueva, la definitiva, la que pondría final a toda estirpe porque sería el resultado de la mezcla de todas las sangres. Los perspicaces se preguntarán por qué América Latina era el lugar predestinado para albergar este magnífico proyecto humano, y no, por ejemplo, África o Nueva Zelanda, y Vasconcelos tenía una respuesta precisa: porque el signo de los tiempos era el mestizaje y Latinoamérica ya llevaba muchos siglos entremezclando sangres. Era cierto que la raza latina padecía de contradicciones causadas por esa mezcla del español y el indio —quizá de ahí venía su debilidad frente a los sajones—, pero, bien visto, más que un problema, nuestro mestizaje suponía un destino trascendental para el que los yanquis no estaban preparados. Ellos habían cometido el pecado de aniquilar al indio; nosotros lo habíamos asimilado. Esto, decía Vasconcelos, nos daba «derechos nuevos y esperanzas de una misión sin precedentes en la Historia». Una misión que era a la vez una utopía social y una utopía artística: crear un hombre nuevo mezclando sangres con la precisión con la que un pintor mezclaba en su paleta los pigmentos.

Siguiendo los designios de esa «misión divina», América Latina se convertiría en el centro de la civilización, un giro geopolítico que zanjaría en nuestro favor la pugna con los sajones. No sería fácil, nos llevaban ventaja. Los yanquis habían logrado sintetizar la visión de un gran destino común, y en lugar de fragmentarse en pequeñas repúblicas habían forjado un solo país al que se sentía unida toda la raza sajona, incluso la que no vivía en suelo estadounidense. Los latinos, en cambio, profesábamos un nacionalismo chato que nos llevaba a buscar rencillas con los vecinos y a guardar rencores hacia la matriz común que era España. Esa fragmentación debía superarse ahondando en nuestra tradición de mestizaje. La guerra de civilizaciones —esto había que entenderlo— ya no se daría entre latinos y sajones, sino entre quienes querían el predominio del blanco y quienes apostaban por el mestizaje de razas. Y esta gran lucha, a diferencia de la planteada por Rodó, sí la podíamos ganar.

Vasconcelos estaba seguro de ello, porque además de fantasear con utopías raciales también creyó haber descifrado las etapas por las que transitaría la humanidad. El intelectual mexicano fue una especie de Auguste Comte en negativo. No se propuso hacer evolucionar la sociedad hacia el estado positivo y científico, sino hacia su contrario, hacia el estado espiritual y estético. Si Atl se creyó un fundador de comunidades creadoras, Vasconcelos creyó haber descifrado el mecanismo de la historia, la manera de hacer evolucionar a la humanidad hacia una etapa superior en la que un principio más elevado de regulación de las costumbres organizaría las sociedades. Al menos desde 1921, cuando escribió su ensayo Nueva ley de los tres estados, el visionario mexicano creyó haber entendido cuál era ese estado superior al que debían aspirar las sociedades. América ya había pasado una primera etapa, material y violenta, y se encontraba en la segunda, la intelectual y política. Aunque había una gran diferencia entre una y otra, la meta era llegar a un tercer estado, el espiritual y estético, en el que hombres y mujeres dejarían de obrar por la codicia, el deber o la razón, y empezarían a hacerlo por el gusto, la pasión y la belleza. Hablaba un utopista tan bienintencionado como delirante, alguien convencido de que una vez se alcanzara ese estado la atracción regiría las relaciones humanas. No sería necesario recurrir a la eugenesia científica para encaminar la mezcla racial, porque una eugenesia estética garantizaría el predominio de los mejores rasgos de cada raza. Los feos no procrearían porque no querrían hacerlo, la pedagogía ralentizaría el ritmo de procreación de los especímenes menos dotados, vencerían la belleza y los instintos superiores, el matrimonio se convertiría en una obra de arte y la pasión amorosa sería el dogma de la nueva raza. Por fin regiría en el mundo un principio de integración y de totalidad que haría de la convivencia fraterna la máxima aspiración del ser humano.

Casi nada. Vasconcelos se vio como el profeta de una nueva fase estética de la evolución humana, y quizá eso explica que hubiera apoyado con tanto ahínco las artes plásticas. El mismo año en que publicaba su ensayo de los tres estados, el presidente Obregón lo nombraba al frente de la Secretaría de Educación Pública, un cargo desde el que se encargaría de fomentar las artes en general y el muralismo en particular. Alguien convencido de que la sociedad debía aspirar a esa tercera fase espiritual y estética era el indicado para promover desde el Estado la cultura. El mismo había sentido en carne propia el efecto del arte y sabía lo poderosa que podía ser esa experiencia.

Lo comprobó en una ocasión oyendo a una cantante brasileña: su voz, su ritmo, lo hechizaron. También le mostraron algo importantísimo. El mundo natural podía explicarse y controlarse apelando a las leyes causales descritas por Newton, pero el intangible mundo del espíritu no se plegaba a las pedestres ecuaciones ni a las demandas utilitarias. Aquella esfera era inmune a Newton y a sus fórmulas. Fluctuaba, más bien, según los ritmos de las artes. Oyendo cantar a la brasileña había sentido cómo se abrían un espacio y una sensibilidad comunes en los que dos razas distintas podían fusionarse y forjar una cultura homogénea. Era la respuesta que buscaba: si se quería unir a la humanidad, había que recurrir a las artes; la cultura obraría el milagro. Como dijo Vasconcelos: «La simpatía unirá las conciencias, y la pasión amorosa romperá las barreras políticas». El amor fluiría de la experiencia estética, porque la música, la pintura y la poesía eran palancas afectivas que cumplían un papel esencial en el viejo ideal arielista de unión latinoamericana y en la aún más ambiciosa utopía vasconceliana. Lo que Bolívar no había conseguido con su espada, Vasconcelos lo iba a conseguir «con el libro, la pintura mural, la batuta orquestal [y] las tablas gimnásticas», como dijo Christopher Domínguez Michael.

Eso explica el muralismo; ahí está el secreto profundo que animó la decisión de Vasconcelos de retomar el proyecto del Dr. Atl y de entregar los muros de los edificios públicos de México a los artistas: quería que hicieran hablar al espíritu de la raza mexicana. De la misma manera y por la misma razón que una mariposa revestía de colores sus alas, México debía revestirse de arte: para atraer la atención del mundo. Si América Latina quería ser la cuna de la nueva civilización, la humanidad entera tenía que caer rendida ante la expresión del alma americana. Sin proponérselo, Vasconcelos se convertía en un pionero de la diplomacia cultural, en un visionario que se anticipó a las ferias y bienales contemporáneas que dan color a los países para atraer a los inversores y a los turistas. El mexicano, claro, buscaba fines mucho más elevados. Como cruzado del ideal, su propósito fue cambiar la historia de su país a través de la educación y del arte, y de paso la del continente. Y sí, tuvo muchos logros, integró al país mediante campañas de alfabetización, impulsó la vanguardia mexicana, fomentó el nacionalismo cultural y la mestizofilia, pero su sueño de convertir América en la cuna de la raza cósmica y de llevarla a esa tercera etapa espiritual y artística se descarriló por completo.

Aquel sueño desmadrado que plasmó en La raza cósmica, la fundación de Universópolis, una ciudad utópica construida a orillas del río Amazonas con la más osada arquitectura —pirámides, estructuras en caracol, columnas hermosas e inútiles— para que la raza cósmica se dedicara a cultivar el intelecto, no fue más que eso, un delirio tan maravilloso como improbable. El Amazonas no se convirtió en el nuevo Nilo, Universópolis no se elevó como la Menfis del siglo xx, y el mestizo cósmico no se convirtió en el nuevo Miguel Ángel o en el nuevo Leonardo encargado de fraguar la civilización futura. De la utopía vasconceliana quedaría el nacionalismo cultural mexicano y el muralismo, pero desde luego no el amor cósmico. El gran místico volvería a tropezar con los yanquis y a recordar lo mucho que los odiaba; volvería a vislumbrar futuros de confrontación y de lucha entre latinos y sajones, y en medio de sus apocalípticas figuraciones creería haber encontrado la manera de propinar, finalmente, la derrota que merecía la barbarie yanqui: sumar esfuerzos—lo veremos luego— con la más nefasta y violenta superchería ideológica, el nazismo hitleriano.

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José Vasconcelos y la utopía racial que inspira a Petro

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25.02.2024

Un discurso reciente del presidente, Gustavo Petro, terminó con la humanidad otra vez en el espacio: “Sí creo que la misión de la humanidad es el universo. Y que solo nos lo impide estarnos matando a nosotros mismos. Por eso somos étnica cósmica, como decía Vasconcelos”, afirmó desde un colegio de Bogotá. En realidad, el político, revolucionario, y utopista mexicano habló fue de “raza cósmica”.

Carlos Granés, ensayista colombiano, le dedicó a la figura de José Vasconcelos un capítulo en su libro Delirio Americano (Taurus, 2022). La Silla Vacía lo republica con el permiso del autor y la editorial. Agradecemos a ambos. La historia de Vasconcelos, de hace un siglo, es útil para entender el vanguardismo latinoamericano que hoy busca reencarnar Petro con otros matices, pero una “misión divina” similar.

JOSÉ VASCONCELOS Y EL DELIRIO RACIAL

En nombre de ese pueblo que me envía os pido a vosotros, y junto con vosotros a todos los intelectuales de México, que salgáis de vuestras torres de marfil para sellar un pacto de alianza con la Revolución. […] Las revoluciones contemporáneas quieren a los sabios y quieren a los artistas.

Habían pasado diez años de lucha y la Revolución mexicana se apaciguaba. Zapata estaba muerto, Venustiano Carranza estaba muerto, Pancho Villa no tardaría en caer, Álvaro Obregón era el presidente y Plutarco Elías Calles se preparaba para sucederlo en el cargo. Ahora los supervivientes se enfrentaban al descomunal reto de darle un sentido y una justificación histórica al millón de muertos que dejaban los levantamientos y al devastador caos que se había llevado por delante la economía y las viejas instituciones del porfiriato. Con las pistolas aún cargadas, los caudillos debían crear un Estado posrevolucionario que reuniera de alguna forma las muchas demandas que hicieron estallar la revolución. Y así fue: tomando elementos de aquí y de allá, moldearon una nueva forma de gobierno sincrética que tuvo como base el principio liberal de Madero, la no reelección presidencial, adaptada a un sistema liberal, de partido único, monopolizado por los caudillos triunfantes. Esta particular mezcla haría del nuevo México un Estado revolucionario e institucional, democrático en sus rituales y autoritario en la práctica, aglutinado por un fuerte sentimiento nacionalista y por el proyecto cultural de uno de los personajes más fascinantes, contradictorios y trágicos de la historia latinoamericana: José Vasconcelos.

Por América caminaban titanes. Si Atl había dado el salto del modernismo a la vanguardia, Vasconcelos sería el encargado de racializar el arielismo y promover toda suerte de utopías artísticas y sociales. También él había participado en la revolución, desde luego, primero al lado de Madero, luego de Carranza y finalmente de Obregón, y con el final de los enfrentamientos quedaba en primera fila, entre los vencedores, listo para convertirse en un personaje público. En 1920 era nombrado rector de la Universidad Nacional de México, cargo que estrenó convocando a los intelectuales y artistas a que pusieran su talento al servicio de la revolución.

Ese sería su gran encargo, su gran reto: convertir a los artistas en obrero de la patria, sumarlos a la gran tarea de representar al México moderno y de crear un nuevo relato de la identidad nacional.

Vasconcelos había estudiado bajo los preceptos positivistas de Gabino Barreda y Justo Sierra, que predominaron en el sistema educativo del porfiriato. Como en Brasil, en México la filosofía positivista de Auguste Comte había sido uno de los pilares del proyecto modernizador........

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