Según una novedosa tesis que circula por ahí hay que convertirse en cómplice de este gobierno para conservar la institucionalidad del país.

Gobiernismo por fuerza mayor, diría uno. Exento de las responsabilidades correspondientes porque toda la connivencia es el resultado de un estado de necesidad.

Pero además es funcional al desgreño. En ese orden de ideas cualquier costo incurrido por la ejecución de los caprichos del jefe de Estado es por definición inferior al costo de su alternativa, que sería la destrucción completa del sistema. Hay que darle de comer a la bestia para que no nos engulla va, más o menos, la esencia de esta lógica.

Las mamás conocen bien el dilema y escogen bajo su propio riesgo. Las hay quienes toleran los berrinches del mocoso, mientras tira la comida por el piso, patalea y se rompe los pulmones a punta de alaridos. Hay que dejarlo, dicen, porque puede ser peor, se le pasará en algún momento. Es un buen niño, pero está cansado o comió algo que le cayó mal.

Se engañan, por supuesto. Una pataleta lleva pronto a otra peor y antes de que se den cuenta han criado un pequeño tirano cuyo único límite es la satisfacción de sus mezquindades.

Otras en cambio lo tienen claro. Cuando el niño empieza a balbucear le advierten y cuando amaga el grito una sola mirada basta para corregir el comportamiento. Después, si el desafío continua, viene el castigo y sanseacabó. Esos son los niños que crecen para ser alguien en la vida.

No vale la pena insistir en el dislate de la proposición colaboracionista. Andrés Caro, columnista de este medio, con la letalidad de un estileto ya se encargó de demostrar que la idiotez útil llega hasta donde se pone en peligro el orden constitucional.

Porque ese es el punto: no tanto el cómo fungir de facilitadores del desastre sino cómo evitarlo.

El petrismo está en mutación, transformándose ante nuestros ojos de un remedo social-bacano inyectado con hormonas clientelistas —la unidad nacional de Roy y Benedetti intentada durante el primer año de mandato— a algo bastante más siniestro.

Lo que se viene ahora es el prevaricato como política pública, justificado en el bien superior del pueblo. Dirán, como lo dijo hace unos meses Francia Márquez, que las normas de contratación, los manuales de funciones y los procedimientos presupuestales son construcciones burguesas que solo le sirven a las oligarquías para prologar su dominación.

“Notifíquenme en la Tumba” puede ser el nuevo lema nacional, en vez del trajinado y poco emocionante “Libertad y Orden” que trae nuestro escudo desde 1834, cuando Santander consideró que podían ser dos principios loables para fundar una república.

Pero esto es solo el comienzo. La deslegitimación de las instituciones es el paso previo para su aniquilación.

Ningún otro presidente de la historia reciente –perdón, ningún otro presidente jamás– se había atrevido a desaparecer del presupuesto nacional trece billones de pesos en un acto de prestidigitación digno de David Copperfield. Al diablo mandaron al Estatuto Orgánico del Presupuesto General de la Nación, que es, para quienes saben de esas cosas, una norma “cuasi-constitucional”, junto con todos sus estorbosos decretos reglamentarios.

Solo cuando se anotó que la embolsillada de semejante suma hubiera dejado al país sin infraestructura por las próximas décadas fue que les tocó expedir un decreto de yerros para corregir el desliz. Pero no fue una patraseada como creyeron algunos sino un paso atrás para coger impulso. A reglón seguido, además de los usuales trinos presidenciales acusando a las oligarquías imaginarias de todos los males, se publicó un proyecto de decreto que básicamente arrasa con el proceso presupuestal y pone a disposición del caudillo cualquier peso público que no sea para pagar las nóminas o las deudas de la Nación.

Los actuales ocupantes de la Casa de Nariño creen que se puede blandir el bolígrafo presidencial como si fuera una varita mágica.

De hecho en el ancien régime, cuando se consideraba que las normas eran para cumplirlas, había inclusive un secretario jurídico de la presidencia cuya función principal era decirle al presidente lo que no podía hacer. Ahora el cargo está vacante y no parece haber mucho afán para ocuparlo, entre otras cosas porque quien fungió en tal calidad hasta hace unos meses es magistrado de la Corte Constitucional. Lo mínimo que se espera es que desde allí no siga trabajando en doble turno para su exjefe.

El Estado de derecho está diseñado para controlar los designios absolutistas de quien ocupa el ejecutivo, pero su solidez depende de que se comparta entre todos el acto de fe institucional. Cuando el autócrata en potencia se empeña en pasar por encima de las cortapisas institucionales tiene una buena posibilidad de lograr su cometido.

En Colombia, disponer sin hígado alguno, tanto del bolígrafo presidencial como de los recursos presupuestales, resulta una combinación poderosa. El Congreso, desde tiempo atrás adicto a la mermelada, flaquea. Los empresarios están en paro silente. Los que tienen que quedarse no están invirtiendo un peso, lo que pueden sacan la plata a raudales (la estabilidad en el dólar se explica por el carry trade de los capitales golondrinas). La recesión de la economía denota una caída inédita de la inversión privada. Los medios de comunicación en otrora la espina dorsal del sistema están siendo dinamitados por los cambios tecnológicos y los partidos políticos…bueno, ya sabemos qué pasa con los partidos políticos.

Por ahora se vislumbran dos pilares para contener la autocracia en ciernes. El primero son los jueces, que cuentan con un agudo instinto de conservación. Aunque podrán ser condescendientes con algunos de los excesos presidenciales uno no los ve participando en la quema institucional. La dignidad con la cual la Corte Suprema de Justicia afrontó las amenazas de la turba petrista es admirable. Cada ley o acto administrativo que exceda su marco constitucional o legal —que son casi todos— debe ser demandado.

El otro es la opinión pública. Ya hemos dicho que Petro es un populista sin pueblo. Sin embargo, el manual del perfecto caudillo latinoamericano exige un baño de muchedumbre para sustentar la arbitrariedad. La oposición debe doblar la apuesta haciendo, como hizo hace algunos meses, unas convocatorias que dejen en vergüenza las marchas inanes de los enchufados.

Es ciertamente lamentable que hayamos llegado a esta situación de tensión institucional. Quisiera uno creer que colaborando con los esfuerzos gubernamentales estamos ayudando a crear un mejor país, pero no es así. Lo que nos queda es defender la institucionalidad hasta que mandemos a Petro a expandir el virus de la vida por las estrellas del universo, pero en su calidad de expresidente pensionado.

QOSHE - Cómo evitar el desastre - Luis Guillermo Vélez Cabrera
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Cómo evitar el desastre

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24.02.2024

Según una novedosa tesis que circula por ahí hay que convertirse en cómplice de este gobierno para conservar la institucionalidad del país.

Gobiernismo por fuerza mayor, diría uno. Exento de las responsabilidades correspondientes porque toda la connivencia es el resultado de un estado de necesidad.

Pero además es funcional al desgreño. En ese orden de ideas cualquier costo incurrido por la ejecución de los caprichos del jefe de Estado es por definición inferior al costo de su alternativa, que sería la destrucción completa del sistema. Hay que darle de comer a la bestia para que no nos engulla va, más o menos, la esencia de esta lógica.

Las mamás conocen bien el dilema y escogen bajo su propio riesgo. Las hay quienes toleran los berrinches del mocoso, mientras tira la comida por el piso, patalea y se rompe los pulmones a punta de alaridos. Hay que dejarlo, dicen, porque puede ser peor, se le pasará en algún momento. Es un buen niño, pero está cansado o comió algo que le cayó mal.

Se engañan, por supuesto. Una pataleta lleva pronto a otra peor y antes de que se den cuenta han criado un pequeño tirano cuyo único límite es la satisfacción de sus mezquindades.

Otras en cambio lo tienen claro. Cuando el niño empieza a balbucear le advierten y cuando amaga el grito una sola mirada basta para corregir el comportamiento. Después, si el desafío continua, viene el castigo y sanseacabó. Esos son los niños que crecen para ser alguien en la vida.

No vale la pena insistir en el dislate de la proposición colaboracionista. Andrés Caro, columnista de este medio, con la letalidad de un estileto ya se encargó de demostrar que la idiotez útil llega hasta donde se pone en peligro el........

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