“¿Cómo te quebraste?”, le pregunta el personaje de una conocida novela de Hemingway a otro. “De dos maneras: gradualmente y luego de una”, fue la respuesta.

Así es cómo se manufacturan las dictaduras: gradualmente y después, de un totazo.

Colombia no ha sido un lugar fértil para dictadores. Los golpes duros, blandos o autogolpes en doscientos años de vida republicana se cuentan con los dedos de dos manos y sobran dedos. Las dictaduras han sido pocas en número y, sobre todo, cortas en duración. A diferencia, por ejemplo, de las autocracias feroces y de la inestabilidad política en la mayoría de países europeos y latinoamericanos durante el mismo lapso de tiempo.

Es fácil olvidar que la tiranía en todas sus versiones ha sido la norma en el mundo durante los últimos siglos y que la democracia liberal ha sido la excepción.

En nuestro país el ideal democrático siempre ha sido central para la organización de la sociedad, así no siempre se haya realizado. Aquí a nadie se le ha ocurrido seriamente un arreglo constitucional que prescinda de un ejecutivo elegido con mandatos fijos, un congreso más o menos representativo, cortes independientes, órganos de control, prensa libre, propiedad privada, derechos civiles más bien amplios, etc.

Por eso existe cierta tipología en las rupturas constitucionales colombianas —que han sido pocas, hay que repetirlo— donde prevalece el autogolpe. Esto se debe en buena medida al característico fetichismo legal que prima en el país desde sus inicios.

Ni siquiera el mismo Bolívar, con su monumental prestigio, logró descifrar la clave de bóveda para imponer su dictadura, palabra que él mismo acuñó para describir a su gobierno después del fracaso de la Convención de Ocaña. El resultado de ese primer autogolpe fue una serie de atentados en contra de la vida del Libertador, el último de los cuales casi resulta exitoso. En todo caso fue tal el rechazo a la maniobra que resultó en la salida de Bolívar a un exilio frustrado por la muerte.

El detonante de ese tipo de golpes a manu propria suele ser la insatisfacción con la gestión del congreso, que bloquea, altera o simplemente rechaza los designios del jefe del ejecutivo.

Quizás por esto es que los intentos posteriores de dictadura estuvieron arropados con sofisticados legalismos, ninguno tan efectivo como la asamblea constituyente para sofocar los conatos de independencia congresional.

Núñez fue tal vez el que hizo el uso más efectivo de la maniobra constituyente para refundar la Patria, quedándose en el poder de una manera u otra por diez años hasta su muerte en 1894. Ejemplo que seguiría Rafael Reyes, quien incómodo con la mayoría nacionalista del congreso, lo cerró para instalar una constituyente de simpatizantes. La justificación, como suele ocurrir, era la necesidad de tomar medidas urgentes para solventar la crisis nacional. Justificación que, valga decir, se traduciría en una ampliación del mandato presidencial con nombre propio a diez años, los cuales no se alcanzaron a cumplir.

Casi calcado, medio siglo después Ospina Pérez cerraría el congreso de mayoría liberal cuando intentó abrirle un juicio político por los hechos del 9 de abril —un ejemplo de lawfare, dirían ahora—. Aunque no cayó en tentaciones continuistas, su sucesor Laureano Gómez no tuvo empacho en convocar a una asamblea nacional constituyente, la Anac, para darle al país “una coherencia ideológica alrededor de la religión católica y proscribir todo tipo de ideas rousonianas y marxistas”. La ironía del asunto es que la constituyente de Laureano le sirvió fue a Rojas, el general que lo acabó tumbando en un “golpe de opinión” que luego se convirtió en una dictadura de verdad, verdad. Tres veces la Anac le prorrogó el mandato y se perfilaba como el Perón del Norte (con La Capitana en el papel de Evita) hasta que el pacto de Benidorm puso fin al experimento populista.

Durante las últimas semanas nos vienen advirtiendo que el gato se subió al tejado. Petro nos ha dicho en varias oportunidades que cuatro años no son suficientes para llevarnos al paraíso socialista. Por ahora sostiene que la solución es la victoria del progresismo en el 2026. Para eso están preparando bateas infinitas de mermelada. Sin embargo hay motivos para dudar del continuismo por la vía de las urnas. El repunte en la popularidad presidencial, una extensión del optimismo alrededor de los nuevos mandatarios locales, es temporal. No hay líderes nacionales en la coalición gubernamental que puedan reemplazar al presidente. El estancamiento de la economía aún no ha pasado la cuenta de cobro y el deterioro de la seguridad se agrava.

Es incierto el futuro de las reformas en el congreso. Algunas pasarán trasquiladas, otras recibirán merecidos entierros de tercera. La Corte Constitucional continuará el trabajo de profilaxis, extirpando, como ya lo ha hecho con el plan de desarrollo y la reforma tributaria, los tumores más protuberantes. Habrá más control político y el gasto afiebrado de recursos públicos será una fuente inagotable de escándalos. La financiación espuria de la campaña presidencial seguirá siendo el elefante en la habitación.

La pregunta es si, ante este panorama, las tendencias autocráticas del presidente lo harán desempolvar el manual de la dictadura. Ya las voces más estridentes del régimen están pidiendo cerrar medios de comunicación “sin contemplaciones”. El abuso del bolígrafo presidencial para imponer la revolución por decreto continúa a pesar de las advertencias de los tribunales. Y, con seguridad, la maquinaria de movilización de los acólitos poco a poco se hará más eficiente.

Les queda aún la carta de la constituyente por jugar. La misma de Núñez, Reyes, Laureano y Rojas. Esta vendrá como un apéndice de la paz total, arropada en la retórica del perdón social. Nos dirán nuevamente que los poderes exorbitantes al presidente se necesitan para solventar la crisis nacional. Intentarán prolongar el mandato presidencial en aras, dirán, de lograr la concordia. Se inventarán, además, apoyos populares sacados del sombrero, tan ficticios como los trucos de un ilusionista.

Esta vez no podemos caer en la trampa.

El ADN democrático del país pervive, ese mismo que nos llevó a sacar corriendo a Bolívar cuando se declaró dictador. Pero puede que no sea suficiente. Lo más importante por ahora es respaldar a las instituciones constitucionales diseñadas para contener a los autócratas en potencia. Estas serán nuestra primera línea de defensa. Luego habrá que resistir con paciencia para, finalmente, presentar una alternativa creíble en las próximas elecciones que nos permita cesar esta horrible noche.

QOSHE - Manual para una dictadura - Luis Guillermo Vélez Cabrera
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Manual para una dictadura

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09.03.2024

“¿Cómo te quebraste?”, le pregunta el personaje de una conocida novela de Hemingway a otro. “De dos maneras: gradualmente y luego de una”, fue la respuesta.

Así es cómo se manufacturan las dictaduras: gradualmente y después, de un totazo.

Colombia no ha sido un lugar fértil para dictadores. Los golpes duros, blandos o autogolpes en doscientos años de vida republicana se cuentan con los dedos de dos manos y sobran dedos. Las dictaduras han sido pocas en número y, sobre todo, cortas en duración. A diferencia, por ejemplo, de las autocracias feroces y de la inestabilidad política en la mayoría de países europeos y latinoamericanos durante el mismo lapso de tiempo.

Es fácil olvidar que la tiranía en todas sus versiones ha sido la norma en el mundo durante los últimos siglos y que la democracia liberal ha sido la excepción.

En nuestro país el ideal democrático siempre ha sido central para la organización de la sociedad, así no siempre se haya realizado. Aquí a nadie se le ha ocurrido seriamente un arreglo constitucional que prescinda de un ejecutivo elegido con mandatos fijos, un congreso más o menos representativo, cortes independientes, órganos de control, prensa libre, propiedad privada, derechos civiles más bien amplios, etc.

Por eso existe cierta tipología en las rupturas constitucionales colombianas —que han sido pocas, hay que repetirlo— donde prevalece el autogolpe. Esto se debe en buena medida al característico fetichismo legal que prima en el país desde sus inicios.

Ni siquiera el mismo Bolívar, con su monumental prestigio, logró descifrar la clave de bóveda para imponer su dictadura, palabra que él mismo........

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