Los chilenos hemos sido lentos, hasta la profunda indolencia que adquiere rasgos de pasiva complicidad, para hacernos cargo de una realidad hace rato irrebatible: nuestra sociedad ha sido gradual, pero incesantemente, carcomida por la gangrena de la corrupción. A estas alturas resulta francamente una irresponsabilidad seguir preguntándonos en los medios si el fenómeno es realmente significativo, si es mayor o menor que el que experimentan países vecinos, si se encuentra acotado a ciertos ámbitos o más interrogantes parecidas tan inconducentes como fútiles. Las últimas semanas el tema ha estado sobre el tapete, sí; sin embargo, salvo excepciones, seguimos estancados en efectuar descripciones cotejando algún hecho y, cuando más, ensayando denuncias que apelan a cuestionamientos amplios bajo la forma verbal de la condicionalidad y el recurso de la ironía.

¡Ya basta! Llegó la hora -tal vez sea bastante tarde- para pasar de la constatación a la acción. Los análisis que hagamos deben tener como objetivo movilizarnos a enfrentar el mal. En caso contrario, asistiremos al total desmoronamiento del tramado social y de la tan mentada “institucionalidad”, aquella que todos dicen esperar que “funcione”, pero que cada vez más muestra signos inequívocos de inutilidad, en buena medida por la misma razón: el cáncer debilitante de la deshonestidad.

No estamos lejos -a lo mejor, ya muy cerca- de que no haya resguardo moral capaz al cual acudir para revertir el proceso de descomposición social, como hemos visto ocurrir en pueblos hermanos. Una vez que la corruptela, en sus diversas manifestaciones, ha permeado todo (o casi), a los tres poderes del Estado (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), a sus policías (Carabineros y PDI), a ramas de las FF.AA., a los municipios, al mundo de la empresa, a ONG, a los sindicatos o “colegios de”, a las iglesias, al ejercicio común de profesiones y a un porcentaje significativo de la ciudadanía, como aquellos que reclaman por los “abusos”, mientras utilizan sin pagar la movilización pública (40% de los viajes en la RM), “compran” a destajo licencias médicas falsas y ejercen otras varias inconductas de parecida laya. En Chile no sólo atropellan sistemáticamente la ética personas que detentan el poder y el dinero, aunque haya allí demasiados importantes malos ejemplos, sino también numerosas personas “de a pie”.

El cuadro señalado, se ha visto agravado por el crecimiento de la narcodelincuencia y por una práctica política en que los intereses individuales o de partes están primando, día a día con mayor fuerza, sobre la búsqueda del bien común. Dos tipos de corrupciones especialmente dañinas para el cuerpo social.

¿Qué vamos a hacer?, por Chile, por nosotros, nuestros hijos y nietos, más allá de quejarnos entre amigos y bien en privado. ¿Quiénes lo haremos?, ¿dónde?, ¿y cómo? Materias, todas, para esbozar en la próxima columna.

Por Álvaro Pezoa, ingeniero comercial y doctor en Filosofía

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Columna de Álvaro Pezoa: Corrupción, de la constatación a la acción (I)

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26.03.2024

Los chilenos hemos sido lentos, hasta la profunda indolencia que adquiere rasgos de pasiva complicidad, para hacernos cargo de una realidad hace rato irrebatible: nuestra sociedad ha sido gradual, pero incesantemente, carcomida por la gangrena de la corrupción. A estas alturas resulta francamente una irresponsabilidad seguir preguntándonos en los medios si el fenómeno es realmente significativo, si es mayor o menor que el que experimentan países vecinos, si se encuentra acotado a ciertos ámbitos o más interrogantes parecidas tan inconducentes como fútiles. Las últimas semanas el tema ha estado sobre el tapete, sí; sin embargo, salvo excepciones, seguimos estancados en efectuar descripciones cotejando algún hecho y, cuando más, ensayando denuncias que apelan a........

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