La política trata de la organización de lo colectivo, por ejemplo de un país. Algo que debería convocarnos a todos, pero que, como nunca, pareciera no afectarnos. Desafectados de la política estamos. Pero afectados también completamente.

No hay que ser médicos o psicólogos para verlo: vivimos una era cargada de sentir. El lenguaje lo atestigua cotidianamente. Ya no decimos “yo pienso” o “creo que…”, sino el “yo siento que…” se apoderó del habla. Y si bien ello demuestra, por un lado, que los afectos al fin han sido reconocidos en su componente comprensivo, también indica, por otro, que el individuo se ha vuelto una referencia aprisionante. En una discusión, decir “yo siento que” se transforma en un argumento infalible que impide todo cuestionamiento posterior, pues ¿cómo puede un sentir ser refutado? Imposible. Y a menos que el sentir sea una ocasión compartida intersubjetivamente, por empatía o simpatía, su verdad epistémica individual no tiende puentes.

Cuando el sentir se aprisiona no podemos deliberar comunicativamente. Menos si lo que más se siente es el “yo sufro de…” como inicia brillante “El enfermo” de González y los Asistentes. El “yo sufro” no acepta división. Desde ese “yo sufro, luego existo” devenimos una sociedad altamente individualista, amparada en el propio padecer, pero también infantil. Y si hay algo normativamente complejo del infante no es su ingenuidad o creatividad, sino su incapacidad momentánea de ser adultos, padres o madres simbólicos, egos soberanos capaces de limitar sus libertades y desenfocarse de su padecer para asumir responsabilidad para con los otros.

En tiempos de máximo desamparo existencial y de egos concéntricos, el habla debe recuperar su función comunicativa y socializadora, es decir, su longitud política, pero sin perder afectividad. Superar el “yo siento” egótico, sin retroceder al “yo pienso” desafectado. Volver quizás a Heráclito y a aquel pensar que es puro sentir: la escucha. Porque no hay pensar-sentir más convocante, de uno mismo y del otro, que el “yo escucho”; aquel acto transitivo en el que estamos en una relación abierta con lo otro, con lo que desde fuera se oye por dentro; la voz del otro que sintoniza desde mí como un eco que me implica íntimamente -y resuena.

Habría que empezar a oír y sentir de nuevo por ej. la palabra país. Descubrir que en ella vibran originariamente (etimológicamente) palabras como paisaje, pueblo y también pago. Geografía, cohabitantes y economía constituyen un país. Chile, con su geografía extrema, intensa, es ocasión para paisanos muy diferentes. La costa, el altiplano, la precordillera, los valles, las islas, el desierto, los bosques, la estepa, las urbes, todos paisajes diversos que aúnan en sus territorios habitantes distintos con identidades fisionómico-políticas específicas; con problemáticas, orgullos y características únicas. Muchos paisajes en un país son muchos países y sentires en uno. Todos por ahí resonando. ¿Cómo no intentar oírlos mejor?

Por Diana Aurenque, filósofa Universidad de Santiago de Chile

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Columna de Diana Aurenque: Oírnos mejor

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02.12.2023

La política trata de la organización de lo colectivo, por ejemplo de un país. Algo que debería convocarnos a todos, pero que, como nunca, pareciera no afectarnos. Desafectados de la política estamos. Pero afectados también completamente.

No hay que ser médicos o psicólogos para verlo: vivimos una era cargada de sentir. El lenguaje lo atestigua cotidianamente. Ya no decimos “yo pienso” o “creo que…”, sino el “yo siento que…” se apoderó del habla. Y si bien ello demuestra, por un lado, que los afectos al fin han sido reconocidos en su componente comprensivo, también indica, por otro, que el individuo se ha vuelto una referencia aprisionante. En una discusión, decir “yo siento que” se transforma en un argumento infalible que impide todo cuestionamiento posterior, pues ¿cómo puede........

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