Uno como yo, que hace más de una década que se afeita la cabeza, es muy probable que no debiera atreverse a hablar de esto pero, qué le vamos a hacer, pelillos a la mar. Casi todos nosotros, incluso nosotras, nacimos si no calvos, al menos con poco pelo. Más adelante, la vida y la naturaleza nos dotaron de una hasta frondosa melena. Yo mismo, disculpen la impudicia, fui un joven melenudo cuando la cabellera era sinónimo de una cierta forma de rebeldía.

Con el correr de los años ya aparecieron las primeras entradas, que en realidad eran salidas de pelo; nada preocupante, mi padre lucía unas entradas aristocráticas, con toda la cabeza cubierta salvo unas sienes que se alargaban con elegancia. Acabo la confesión personal: cuando aprecié mi tonsura occipital fue cuando decidí que me rasuraba la cabeza y me olvidaba del tema. O que al menos lo ­obviaba.

Luego, ya saben, que si Julio César y el exceso de testosterona y toda esa supuesta virilidad de los calvos, que mejor dejamos sin comentario. Tampoco es que el trauma sea como para pedir carnet de discapacitado y plaza de aparcamiento garantizada, pues no deja de ser una consecuencia natural de la edad y el paso del tiempo, que acaba por propiciar la caída de casi todo, incluido el cabello.

El caso es que ahora, sin haberme vanagloriado jamás de mi alopecia, que llevaba con resignación monacal, la política me ha dado motivos de comparación y modesta aunque relativa alegría.

Verán ustedes, Milei no es más que el último eslabón de una cadena capilar, con ese pelazo, que une la incontinencia verbal y la política espectáculo con el populismo. Porque hagamos una lista somera de los pelucones que nos han amenazado o amenazan en estos últimos años: Trump y su inverosímil coiffure, Boris Johnson y sus pelos al viento, Bolsonaro y su aproximación de recia cabellera, Puigdemont y ese flequillo rebelde e incontrolable, la coleta ya seccionada de Pablo Iglesias, Macron y su torso velludo, Rufián y su tupé, el rubio oxigenado de Geert Wilders, el tinte caoba de Aznar…

Y no sigo para que no nos encontremos más de un pelo en la sopa. Y sí, claro, ya sé que Putin, por ejemplo, invalida la plausible teoría de que si te crece mucho pelo en la azotea es porque tienes demasiado riego sanguíneo consagrado a tu cabello y tal vez algo menos en el interior de tu cabeza. En fin, cuestión de capilares.

Pero no me negarán que está pasando algo con tanta melena al viento o con la vellosa contundencia de la presencia de un Abascal, por poner otro ejemplo evidente.

El pelo vuelve a ser un símbolo de poder y de poderío. Y no creo que haga falta recordar el mito de la Medusa o dónde radicaba la extraordinaria fortaleza de Sansón para comprender que la cabellera está en auge y que se ha convertido en un elemento de propaganda política y afirmación de liderazgo. Pudiera ser que pretendan ustedes discutirme la tesis del artículo y aducir que nuestro presidente Sánchez luce un corte de pelo moderno pero sin estridencias. Y que, sin embargo, para ­león, él, aunque no presuma de cabellera. Pero es que no le hace falta, porque, mejorando –pudiera ser– la selección natural, ahí están las melenas brillantes y lustrosas junto a él de Díaz, Montero, Alegría e incluso Calviño.

Sánchez, que ganó su investidura y prórroga por los pelos sabe de sobra que se dejará algunos de ellos en la gatera, pero que va a conservar la melena durante, si puede, cuatro años más. Y no piensa cortarse la coleta.

QOSHE - Por los pelos - Daniel Fernández
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Por los pelos

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17.12.2023

Uno como yo, que hace más de una década que se afeita la cabeza, es muy probable que no debiera atreverse a hablar de esto pero, qué le vamos a hacer, pelillos a la mar. Casi todos nosotros, incluso nosotras, nacimos si no calvos, al menos con poco pelo. Más adelante, la vida y la naturaleza nos dotaron de una hasta frondosa melena. Yo mismo, disculpen la impudicia, fui un joven melenudo cuando la cabellera era sinónimo de una cierta forma de rebeldía.

Con el correr de los años ya aparecieron las primeras entradas, que en realidad eran salidas de pelo; nada preocupante, mi padre lucía unas entradas aristocráticas, con toda la cabeza cubierta salvo unas sienes que se alargaban con elegancia. Acabo la confesión personal: cuando aprecié mi tonsura occipital fue cuando decidí que me rasuraba la cabeza y me olvidaba del tema. O que al menos lo ­obviaba.

Luego,........

© La Vanguardia


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