El exterminio de los armenios durante la Primera Guerra Mundial sirvió para afianzar la sensación de impunidad de Adolf Hitler, que, un cuarto de siglo después, cuando se disponía a destruir Polonia, proclamaba satisfecho: “¿Quién se acuerda ahora de la aniquilación de los armenios?”. Bueno, lo cierto es que no todo el mundo había olvidado esas masacres y deportaciones masivas llevadas a cabo por el imperio otomano. En esa misma época, un jurista polaco llamado Raphael Lemkin, que en la década anterior se había interesado por el caso armenio, estaba a punto de acuñar el concepto de genocidio, que precisamente acabaría sirviendo para condenar los crímenes de la Alemania nazi.

Lemkin, judío, consiguió escapar de Polonia, pero no pudo llevarse a sus padres, asesinados años después en Auschwitz, y se impuso como misión acabar con la impunidad de Hitler y sus secuaces. Para ello había que tipificar sus delitos dentro del derecho internacional y conseguir el respaldo de las instituciones internacionales surgidas tras la Segunda Guerra Mundial. En diciembre de 1946, una de las primeras resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas concedía carta de naturaleza al concepto de genocidio, declarado imprescriptible y definido como la eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, nacionalidad o política. Todos los esfuerzos y todos los desvelos habían valido la pena.

Inauguración del memorial a las víctimas del franquismo en Ferrol el pasado febrero

No sé si el eco de estas disquisiciones jurídicas llegó hasta el palacio de El Pardo, residencia del general Franco, cuyos crímenes de esos primeros años de la posguerra encajaban perfectamente en los supuestos establecidos por Lemkin. Recordemos que el mismo Franco que había prometido clemencia a quienes no tuvieran las manos manchadas de sangre acababa de fusilar a nada menos que a cincuenta mil republicanos, condenados en consejos de guerra carentes de las menores garantías jurídicas.

¡Cincuenta mil fusilamientos por motivos políticos en tiempos de paz! ¿Cómo puede ser que la comunidad internacional, que por entonces estaba persiguiendo penalmente los crímenes de los nazis, no se apresurara a condenar el genocidio del Estado franquista, lo que tal vez habría cambiado el curso de la historia y acelerado el regreso de nuestro país a la senda de la democracia?

La respuesta a esta pregunta la encuentro en las páginas de Ni una ni grande ni libre, del historiador Nicolás Sesma. Gracias a él me entero de que, en diciembre de 1948, dos años después de la aceptación del término por las Naciones Unidas, la Unión Soviética forzó la supresión de la referencia a los grupos políticos, lo que limitaba el alcance del genocidio a los crímenes cometidos por razón de etnia, raza, religión o nacionalidad. Curiosa carambola, ¿no?: un genocida como Stalin alteró la propia definición de genocidio para protegerse de eventuales acusaciones y, al hacerlo, eximió de toda responsabilidad a un genocida de signo contrario, el pequeño tirano español.

El libro de Sesma ofrece un ágil y brillante recorrido por la larga dictadura franquista. Esos casi cuarenta años fueron como fueron, pero también podrían haber sido de otro modo. Preocupado sobre todo por su propia supervivencia política, el Franco de los primeros años empezó a modular la feroz represión interna cuando las tropas alemanas se toparon con el gélido invierno de Stalingrado y la iniciativa bélica pasó a corresponder a los ejércitos aliados. Convenía congraciarse con Inglaterra y Estados Unidos, a la postre vencedores del conflicto, y si para eso hacía falta reducir el ritmo de los fusilamientos, sacar a unos cuantos republicanos de las cárceles y clausurar los campos de concentración, pues se hacía, y punto.

Si antes me preguntaba qué habría pasado si el mundo hubiera condenado a Franco por genocida, ahora me pregunto en qué se habría convertido España si Hitler hubiera vencido en Europa y Franco no se hubiera visto obligado a suavizar la represión. En fin, dos distopías enfrentadas: la de una España que se habría sumado tempranamente a las democracias europeas y la de otra España que, en el contexto de una Europa totalitaria, habría acentuado su componente fascista. Fueron cincuenta mil los republicanos fusilados, pero quién sabe cuántos más habrían sido si la Guerra Mundial la hubiera ganado el fascismo.

QOSHE - Pequeños genocidas - Ignacio Martínez De Pisón
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Pequeños genocidas

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22.03.2024

El exterminio de los armenios durante la Primera Guerra Mundial sirvió para afianzar la sensación de impunidad de Adolf Hitler, que, un cuarto de siglo después, cuando se disponía a destruir Polonia, proclamaba satisfecho: “¿Quién se acuerda ahora de la aniquilación de los armenios?”. Bueno, lo cierto es que no todo el mundo había olvidado esas masacres y deportaciones masivas llevadas a cabo por el imperio otomano. En esa misma época, un jurista polaco llamado Raphael Lemkin, que en la década anterior se había interesado por el caso armenio, estaba a punto de acuñar el concepto de genocidio, que precisamente acabaría sirviendo para condenar los crímenes de la Alemania nazi.

Lemkin, judío, consiguió escapar de Polonia, pero no pudo llevarse a sus padres, asesinados años después en Auschwitz, y se impuso como misión acabar con la impunidad de Hitler y sus secuaces. Para ello había que tipificar sus delitos dentro del derecho internacional y conseguir el respaldo de las instituciones internacionales surgidas tras la Segunda Guerra Mundial. En diciembre de 1946, una de las primeras........

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