Son ganas de complicarse la vida, pero no puedo evitar la tentación de entrar en la polémica suscitada por la piñata de Sánchez en la calle Ferraz. Ya saben: un grupo de exaltados, hay que decir que no demasiado versallesco, entendió que pasar el enojoso ritual de las uvas de Nochevieja atizándole a un muñeco con la imagen del presidente era preferible (y aquí me surge alguna duda) a contemplar como Ramón García se ponía la capa castellana de la mano de Jennifer Hermoso en la Puerta del Sol.

La reacción de algunos miembros del Gobierno no se hizo esperar. Los mismos que habían asistido con solemne impavidez a otras manifestaciones de punkismo político como la quema de imágenes del Rey, de Puigdemont, de la bandera de Israel o de cualesquiera otros símbolos cargados de significado para muchos ciudadanos, acudieron en tropel ante la policía y el fiscal (funcionarios que ya deben de estar curados de espanto en estos temas) invocando la comisión de un delito de odio.

Un delito que, por cierto, tiene como finalidad la de proteger a colectivos vulnerables de incitaciones a la agresión y la discriminación que puedan suponer un peligro objetivo para los mismos. Tanto es así que hay que referir su origen a las manifestaciones de antisemitismo eliminacionista que acabaron concretándose en el Holocausto, de lo que podemos deducir que ni el Rey, ni Sánchez, ni Puigdemont, ni la Guardia Civil son un colectivo “diana” cuya indefensión preocupara al legislador europeo cuando redactó las directivas de las que procede el delito español.

Por supuesto que su objetivo no es imponer un lenguaje delicado en la confrontación política, por muy deseable que este pueda ser y, menos todavía, en las expresiones públicas de los ciudadanos cuando expresan su hostilidad hacia el poder. A nuestros próceres siempre les quedará el consuelo de recordar a Montaigne cuando decía que “lo que odiamos es algo que nos tomamos en serio” y pensar que con el odio ocurre como con los pedos: a todos nos molesta el de los demás, pero nos parece muy saludable el propio.

Puede sonar triste, pero creer que con el Código Penal se puede acabar con los malos modales, la grosería, las expresiones chabacanas y las descalificaciones fulanistas es tan estúpido como intentar detener la caída de un pedrusco con una modificación legislativa de la ley de la gravedad.

Las cosas son como son, aunque abunden las almas de cántaro –o los oportunistas– que pretendan erradicar, por lo civil o lo criminal, conductas que lo que merecen es un severo reproche ético o moral, tal vez una reprobación a través de un control social informal, y, sobre todo, un espejo (unos medios de comunicación con vocación de servicio público valdrían) que las muestre en toda su cruda fealdad. Eso si a lo que aspiran no es, como a veces parece, a la proscripción de la disidencia, por desagradable que nos pueda parecer la forma en que esta se expresa.

Asusta un poco, pero, en una sociedad abierta, todo el mundo puede pensar y expresarse con libertad. Incluso aquellos que juzgamos intolerables o tachamos sin empacho de “fachas” o “etarras”. Y, por tanto, todos podemos pensar mal de alguien o de algo, podemos expresar ese pensamiento en privado y en público y hacerlo de la forma más obscena e hiriente, con el límite legal de la calumnia y la injuria. Podemos, incluso, hacer de ese pensamiento un chiste o una reflexión grosera tanto política como social todo lo hiriente y perturbadora que se quiera y, en definitiva, contribuir a dejar claro con nuestro ejemplo que la idiotez humana siempre acaba apareciendo por un lado u otro.

Son las consecuencias de la libertad de expresión: odiar no está prohibido y ser buena persona es algo muy deseable, pero en absoluto obligatorio. A lo largo de la historia reciente no han sido pocos los regímenes que han pretendido imponer unos determinados modelos de pensamiento y conducta tanto privados como públicos con resultados por todos conocidos.

El derecho penal es ajeno a todo esto. Sin lesión o puesta en peligro concreta de colectivos vulnerables el juez nada puede hacer ante el odio, una pasión destructora que arde en nuestro interior como una llama y que solo se apaga destruyéndonos: una enfermedad moral que envilece la vida pública y el síntoma de un amargo resentimiento del que nada bueno puede surgir, pero tan legal como la avaricia o la pereza, e igual de sancionable. Y Sánchez y sus ministros deberían saberlo­.

QOSHE - Odio en Ferraz - Javier Melero
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Odio en Ferraz

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09.01.2024

Son ganas de complicarse la vida, pero no puedo evitar la tentación de entrar en la polémica suscitada por la piñata de Sánchez en la calle Ferraz. Ya saben: un grupo de exaltados, hay que decir que no demasiado versallesco, entendió que pasar el enojoso ritual de las uvas de Nochevieja atizándole a un muñeco con la imagen del presidente era preferible (y aquí me surge alguna duda) a contemplar como Ramón García se ponía la capa castellana de la mano de Jennifer Hermoso en la Puerta del Sol.

La reacción de algunos miembros del Gobierno no se hizo esperar. Los mismos que habían asistido con solemne impavidez a otras manifestaciones de punkismo político como la quema de imágenes del Rey, de Puigdemont, de la bandera de Israel o de cualesquiera otros símbolos cargados de significado para muchos ciudadanos, acudieron en tropel ante la policía y el fiscal (funcionarios que ya deben de estar curados de espanto en estos temas) invocando la comisión de un delito de odio.

Un delito que, por cierto, tiene como finalidad la de proteger a colectivos vulnerables de incitaciones a la agresión y la........

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