Llegué por fin a una nueva vivienda, escapando de unas obras eternas contra las que luchó infaustamente mi ánimo. Cada mañana bebía café frente a la grúa integrada en el paisaje de mi ventana, probando un surtido de cascos y tapones incapaces de insonorizar tal festival de hormigoneras. Un chirrido exasperante perforaba mis meninges, pues el ruido, como bien definió Schopenhauer, es “una interrupción del pensamiento”. Tras meses de búsqueda, hallamos un piso que da a la nada, y donde se puede respirar la menta. Todo parecía idílico hasta que vislumbré la cara B de los acicalados jardines de alrededor. “¿Pasan a menudo las máquinas?”, le pregunté al agente inmobiliario. “En otoño, una vez a la semana”. E, ingenua de mí, me pareció creíble, incluso razonable.

Arrancaba septiembre y las copas de los cerezos iban encendiéndose con pinceladas amarillas. Desde el acristalado séptimo, el silbido del viento se filtraba por los ventanales augurando unas cumbres borrascosas a la madrileña. En todo caso, se trataba de un sonido como el murmullo de los coches entrando en una autovía. Otra cosa es el ruido invalidante.

Recuerdo una conversación con el escritor Enrique Vila-Matas sobre la lenta destrucción neuronal que producen los chillidos constantes, agudos y machacones.Y me relató un episodio real que bautizó: “el día de las hortalizas volantes”, en el que acabó tirando tomates al patio de un colegio colindante. “El ruido subía con tanta intensidad que desde hacía meses me impedía escribir. Ese día di rienda suelta a mi instinto asesino. Y lo siento, pero derribé a una niña. Presentaron una denuncia que quedó sobreseída, debido a que demostré que era imposible que hubiera salido de mi casa la hortaliza. Como buen actor de método, argumenté: ‘¡Es imposible, no hay niños en mi casa!’. Como si yo no fuese capaz de hacerlo”.

Esta vez no han sido las obras que me persiguen allí a dónde vaya, como una conjura, ni los botellones –que también me tocaron en otra época– sino el estruendo de unas máquinas que el progreso tendría que haber enterrado hace tiempo. Invasivas, irritantes y peligrosas­, sus 100 decibelios burlan la ley. Sustituyeron a escobas y rastrillos, que despejaban las calles de hojas cuando su alfombra ya era demasiado tupida, la misma que a lo largo de los años inspiró a artistas como Van Morrison en esa canción preñada de otoño: When the leaves come falling down.

Pero la tendencia del cuñadismo se impuso entre las herramientas de jardinería. Tanto que, a día de hoy, me he convertido en una experta observadora de quienes avanzan con un soplador de hojas entre las piernas, utilizándolo como en un videojuego. Los hay que parecen conscientes del peligro que empuñan y andan encorvados. Tal vez hayan hablado con sus neumólogos, un sector que ha alertado ya sobre su nocividad para los pulmones, pues al dispersar polvo de basura, hongos, bacterias y todo tipo de restos tóxicos potencia infecciones. Su tecnología es más obsoleta que un Seat Panda y su ventaja, estúpida, pues en lugar de limpiar, ensucian.

En la actualidad son de los dispositivos más contaminantes, y resulta surrealista que rujan a diario junto a los contenedores de reciclaje en busca de las hermosas feuilles mortes. No me consuela saber que la justicia verde caerá pronto sobre estos quemadores de petróleo, arrinconados por su versión eléctrica, de 20 decibelios menos. El otoño en las ciudades seguirá preso de la histeria sopladora.

QOSHE - Sopladoras histéricas en el séptimo cielo - Joana Bonet
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Sopladoras histéricas en el séptimo cielo

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09.12.2023

Llegué por fin a una nueva vivienda, escapando de unas obras eternas contra las que luchó infaustamente mi ánimo. Cada mañana bebía café frente a la grúa integrada en el paisaje de mi ventana, probando un surtido de cascos y tapones incapaces de insonorizar tal festival de hormigoneras. Un chirrido exasperante perforaba mis meninges, pues el ruido, como bien definió Schopenhauer, es “una interrupción del pensamiento”. Tras meses de búsqueda, hallamos un piso que da a la nada, y donde se puede respirar la menta. Todo parecía idílico hasta que vislumbré la cara B de los acicalados jardines de alrededor. “¿Pasan a menudo las máquinas?”, le pregunté al agente inmobiliario. “En otoño, una vez a la semana”. E, ingenua de mí, me pareció creíble, incluso razonable.

Arrancaba septiembre y las copas de los cerezos iban encendiéndose con pinceladas........

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