Hay dos cosas en las que Argentina destaca a escala mundial, insultos y fútbol. No digo que los argentinos no sean buenos en literatura o en cine o en viveza. Tampoco niego que sean muy pero muy buenos en el ejercicio del populismo. Pero eso se lo enseñó Mussolini a Perón, no Perón a Mussolini.

De lo que no hay duda es que Argentina está por encima de los demás países de la Tierra –lo que se dice de “clase mundial”– en dos terrenos, ambos tremendamente competitivos: el fútbol, lo que no requiere más explicación, y los insultos, que quizá sí.

Presentaré como testigo estrella a Robert De Niro. En un episodio de la maravillosa serie Nada, el actor norteamericano ofrece una breve pero magistral clase sobre el insulto argentino. Específicamente distingue entre el sentido de dos palabras que no podrían haber surgido de ningún otro país, boludo y pelotudo. Como bien explica De Niro, boludo es más suave, incluso puede ser cariñoso, mientras que pelotudo, con esos fuertes sonidos que producen la p y la t, es más rotundo, más testicular, digamos, y agresivo sin matices.

Después, claro, tenemos las imaginativas variantes sobre las dueñas o dueños de la ubicua concha, como en “ la concha de tu madre”, o “ de tu hermana”, o “de la lora” o –insuperable como expresión de ira– “ la concha de Dios”. Podríamos insistir en este fascinante campo de investigación y seguir hasta llegar a hacer un libro, pero lo dejo con el que quizá sea mi improperio argentino favorito, el más seco y cruel, ¡morite!, acompañado casi siempre por una referencia a la dudosa reputación de la madre del insultado. Aunque existen variaciones, una de las cuales me produjo especial admiración al verla esta semana en las redes sociales: “¡Morite, gordo almacén de colesterol!”.

Todo esto sirve como prólogo –innecesariamente elaborado, lo siento, pero no me podía resistir– para indagar en una cuestión que me ocupa ahora a comienzos de año: si hubiese que elegir a una persona, una nada más, que se muriese a lo largo del 2024, ¿quién sería? Propondré una lista de candidatos y llegaré a mi veredicto con el objetivo solemne, quiero pensar, de ayudar­ a definir quiénes son los individuos más peligrosos del mundo en la actualidad.

Los hay aquí en España que desean la muerte del presidente de Gobierno, Pedro Sánchez. O eso podríamos deducir de la propuesta hecha en Argentina hace unos días por el no muy fino Santiago Abascal, líder del partido Vox. Abascal declaró que habría que colgar a Sánchez “por los pies”. Correligionarios del susodicho luego apalearon una efigie de Sánchez en una calle madrileña como parte de sus celebraciones de Nochevieja. Se divirtieron como niños mexicanos jugando a la piñata en una fiesta de cumpleaños.

No. Sánchez no merece morir. Abascal y su gente tampoco. Como mucho, diría, tres o cuatro azotes y a la cama sin cenar.

Pasemos a candidatos más viables, empezando por Vladímir Putin, empapado de sangre, él. “Asesino en serie” se queda corto. Entre matar a periodistas, opositores políticos y disidentes varios, más las matanzas de familias en Ucrania y los cientos de miles de soldados ucranianos y rusos que han muerto en la guerra absurda que él inició, hay más que suficiente motivo para procesarlo en un juicio a lo Nuremberg. Siento particular pena por los jovencitos rusos que han fallecido. La historia dirá que dieron sus vidas por nada, sin gloria, gracias al capricho de un déspota.

Pero, pese a todo, no deseo la muerte de Putin, ante todo porque el que le seguiría en el Kremlin podría ser incluso más psicópata. Y también porque se presentaría la posibilidad de caos político en Rusia, el país con el arsenal nuclear más grande del mundo.

Reflexiono, sin embargo, que quizá estoy pecando de un exceso de benevolencia hacia Pu­­tin cuando recuerdo la feroz participación militar de sus tropas en Siria, junto al dictador Bashar el Asad, en una guerra civil que se ha cobrado, desde el 2011, más de medio millón de vidas árabes y kurdas. Pondré a El Asad en una breve lista de posibles, pese a que, según me cuenta una persona que lo conoce, es un tipo refinado de cuya boca difícilmente saldría la expresión “la concha de Dios”.

Como tampoco la dirían, entre otros posibles candidatos, el ayatolá Ali Jamenei, líder supremo de la teocracia iraní, o los líderes de Hamas, o los del Estado Islámico, u otros grupos islamistas que dan más valor a sus causas que a las vidas de las personas, da igual que sean combatientes o civiles, abuelas o niños. Lo mismo podemos decir del primer ministro israelí, Beniamin Netanyahu, el carnicero de Gaza. Pero en ningún caso deseo sus muertes, por similares motivos a los que me freno ante la opción de que muriese Putin. Los reemplazarían personas igual de sanguinarias o peor. Sus martirios, además, posiblemente generarían nuevos adeptos a su culto a la venganza.

No. Si me tengo que quedar con un personaje cuya vida desearía que llegase a su fin, y cuanto antes mejor, no serían ni Putin, ni El Asad. Sería Donald Trump. Ojo. Y que quede claro: no propongo que se lo asesine. No pienso rebajarme al nivel de los bárbaros. Lo que quisiera es que se muriese de causas naturales, con un mínimo de sufrimiento, preferiblemente en la cama mientras duerma.

Ha llegado a los 77 años, edad en la que fallece el norteamericano medio, y ha vivido bien, con mucho dinero, muchas esposas y varios hijos. Se ha divertido un montón, especialmente durante los cuatro años que jugó a ser presidente del país más poderoso de la Tierra. Se puede ir y se debe ir. Los riesgos para la democracia en su país y en el mundo, como las ventajas para los Putin y los Netanyahu, son demasiado grandes como para permitirle la opción de volver a ocupar por segunda vez la Casa Blanca tras las elecciones que se celebrarán, y que según los sondeos ganaría, en noviembre de este año.

Trump es mi elegido porque es único e irreemplazable, como King Kong. El trumpismo no existe sin Trump, igual que el cristianismo no existe sin Jesucristo, El Quijote sin el hidalgo, Torrente sin el agente que representa el brazo tonto de la ley. Si Trump se va, se acaba la farsa y el mundo civilizado vuelve a respirar.

Entonces ¿un deseo para el 2024? “¡Morite, Donald, morite!”.

QOSHE - Deseos mortales para el 2024 - John Carlin
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Deseos mortales para el 2024

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07.01.2024

Hay dos cosas en las que Argentina destaca a escala mundial, insultos y fútbol. No digo que los argentinos no sean buenos en literatura o en cine o en viveza. Tampoco niego que sean muy pero muy buenos en el ejercicio del populismo. Pero eso se lo enseñó Mussolini a Perón, no Perón a Mussolini.

De lo que no hay duda es que Argentina está por encima de los demás países de la Tierra –lo que se dice de “clase mundial”– en dos terrenos, ambos tremendamente competitivos: el fútbol, lo que no requiere más explicación, y los insultos, que quizá sí.

Presentaré como testigo estrella a Robert De Niro. En un episodio de la maravillosa serie Nada, el actor norteamericano ofrece una breve pero magistral clase sobre el insulto argentino. Específicamente distingue entre el sentido de dos palabras que no podrían haber surgido de ningún otro país, boludo y pelotudo. Como bien explica De Niro, boludo es más suave, incluso puede ser cariñoso, mientras que pelotudo, con esos fuertes sonidos que producen la p y la t, es más rotundo, más testicular, digamos, y agresivo sin matices.

Después, claro, tenemos las imaginativas variantes sobre las dueñas o dueños de la ubicua concha, como en “ la concha de tu madre”, o “ de tu hermana”, o “de la lora” o –insuperable como expresión de ira– “ la concha de Dios”. Podríamos insistir en este fascinante campo de investigación y seguir hasta llegar a hacer un libro, pero lo dejo con el que quizá sea mi improperio argentino favorito, el más seco y cruel,........

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