Me enteré de dos fallecimientos esta semana, ambos de alemanes. Uno ocurrió el miércoles; el otro, hace 80 años. El primero, aunque sabía bastante del personaje, me causó cero tristeza. Hasta diría que me provocó un punto de rabia que hubiese tenido la fortuna de vivir tanto tiempo. El segundo, de alguien de cuya existencia solo me enteré hace cinco días, me sacudió y me dejará huella hasta el día que me toque morir a mí.

En los 100 años que vivió Henry Kissinger, ciudadano de Estados Unidos desde 1943, causó cientos de miles de muertes de soldados y, más, de civiles. Como secre­tario de Estado y artífice de la política exterior norteamericana en la época de Richard Nixon, Kissinger perpetuó la guerra de Vietnam cuatro años más de lo necesario y ordenó el indiscriminado bombardeo del vecino país de Camboya.

También orquestó el golpe de Estado de Pinochet en Chile y apoyó a la junta militar que tomó el poder en Argentina en 1976. En ambos casos, las torturas, los asesinatos y las desapariciones estuvieron a la orden del día. Él, en conversaciones secretas, los animaba.

Kissinger es sinónimo de la realpolitik, del ejercicio amoral del poder. Fue una figura polémica en su país y en todo el mundo, con las notables –pero no del todo sorprendentes– excepciones de China y Rusia, donde los medios oficiales han sido unánimes en sus elogios al difunto. Xi Jinping, el líder comunista chino, lo describió como “un viejo amigo”. Vladímir Putin, el capo ruso, dijo que fue “un sabio y visionario estadista”.

En cambio, Joseph Biden, el presidente de Estados Unidos, midió sus palabras. Reconoció que Kissinger había sido “muy importante” en política exterior, pero resaltó que había tenido “fuertes diferencias” con él. Ben Rhodes, un exasesor de Barack Obama, publicó una columna en The New York Times titulada “Henry Kissinger, el hipócrita”, en la que dijo que el susodicho ejemplificaba la brecha entre cómo Estados Unidos se proyecta y cómo actúa en el mundo.

De acuerdo con Rhodes, y agregaría otra brecha: la que separa las libertades democráticas que Estados Unidos extiende a sus propios ciudadanos y la brutal inconsciencia con la que ha tratado a gente fuera de sus fronteras. Dicho esto, no tengo la más mínima duda de que Sophie Scholl, si viviese hoy, hubiera preferido vivir en Estados Unidos que en China o Rusia. Hubiera denunciado las injusticias que simbolizó Kissinger, pero no la hubieran martirizado por ello.

Me tropecé con la historia de Sophie Scholl en un libro que leía el día de la muerte de Kissinger sobre grandes figuras del siglo XX. Quise saber más y me compré una colección de cartas que escribió entre 1937, cuando era una adolescente, y 1943, cuando murió a los 21 años en la guillotina, víctima del régimen nazi. Difícil imaginar una persona más diferente a Kissinger, de alma más pura, menos cínica, de una humanidad tan perfecta.

Las cartas revelan que Sophie fue una chica alemana normal salvo por su inusual sensibilidad. La mayoría de lo que escribe trata de viajes con la familia o amigos a la playa y a las montañas, o en su trabajo lidiando con los niños en un jardín de infantes. Pero leí el libro de principio a fin con angustia, siempre con el desenlace presente, cada cuatro o cinco páginas dando con comentarios terriblemente premonitorios como “mejor sufrir un dolor intolerable que vegetar en la insensatez”; o “el oportunismo es todo hoy en día… salvar la piel es lo principal”; o “para mí la justicia toma precedencia sobre absolutamente todo”; o “creo que está mal para un alemán o un francés, o lo que uno sea, defender su nación obstinadamente solo porque es suya­”.

No defendió a su país, a su Führer. Se la jugó por lo que ella describe, antes de saber el destino que le espera, como “la maravilla del amor altruista”. Su hermano mayor, Hans, que había combatido en el frente ruso, inició una pequeña campaña de resistencia al nazismo llamada “la Rosa Blanca” a mediados de 1942. No iba a cambiar nada, lo supo. Fue un ejercicio de simple dignidad moral al que Sophie y un puñado de jóvenes más se apuntaron. Consistía en distribuir panfletos que llamaban a los alemanes “a defenderse como puedan contra las bestias de la humanidad, contra el fascismo y todo sistema similar de totalitarismo”.

Al enterarse de las masacres de los judíos en Polonia, los panfletos lo denunciaron. “La culpabilidad de Hitler y sus secuaces no tiene límites. Pero ¿qué hacen los alemanes? No quieren ver. No quieren escuchar. Ciegos, siguen a sus seductores a la catástrofe”.

Uno pensaría que ser más noble que Hans, imposible. Sabía que se arriesgaba a una muerte atroz y así fue. Pero si es posible medir la integridad moral, Sophie lo superó. Cuando fueron capturados por la Gestapo el 18 de febrero de 1943 le dieron la oportunidad (a ella, no a él) de retractarse. De jurar lealtad a Hitler a cambio de su vida. Se negó una y otra vez, la última, ante un tribunal presidido por un monstruo llamado Roland Freisler. “Solo dijimos y escribimos lo que muchos piensan”, declaró. “Solo que no se atreven a expresarlo”.

El monstruo, cuentan, se quedó sin voz, hasta que recordó su obligación y ordenó que la dejaran sin voz a ella. El verdugo de la prisión de Munich que le cortó la cabeza, a las cinco de la tarde del 22 de febrero de 1943, dijo que nunca vio a nadie morir con más valentía. A sus 21 años, ni un gemido, ni un temblor, ninguna lamentación por la vida que podría haber tenido.

Estoy seguro de que justo ahí, en el momento de crisis, recordó algo que repite tres veces en las cartas que leí, una idea a la que ella daba un valor supremo. “Debemos tener el espíritu duro”, decía, “y el corazón blando”. Fiel a lo mejor de sí misma, lejos de pensar en salvar su piel, Sophie miró para arriba –recordaría el verdugo–, fijó los ojos en la hoja de la guillotina, se agachó, y adiós. ¿Se ven retratados aquí, señores y señoras lectores y lectoras? Yo tampoco.

Pero deberíamos recordar lo que demasiados olvidamos, y los Kissinger y los Putin y los Xi Jinping no saben valorar, que los que vivimos en libertad en sociedades con ideales decentes se lo debemos a los incontables héroes del pasado que dieron su vida por ello, pocos con más pureza de convicción y sentimiento que Sophie Scholl.

QOSHE - Espíritu duro, corazón blando - John Carlin
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Espíritu duro, corazón blando

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03.12.2023

Me enteré de dos fallecimientos esta semana, ambos de alemanes. Uno ocurrió el miércoles; el otro, hace 80 años. El primero, aunque sabía bastante del personaje, me causó cero tristeza. Hasta diría que me provocó un punto de rabia que hubiese tenido la fortuna de vivir tanto tiempo. El segundo, de alguien de cuya existencia solo me enteré hace cinco días, me sacudió y me dejará huella hasta el día que me toque morir a mí.

En los 100 años que vivió Henry Kissinger, ciudadano de Estados Unidos desde 1943, causó cientos de miles de muertes de soldados y, más, de civiles. Como secre­tario de Estado y artífice de la política exterior norteamericana en la época de Richard Nixon, Kissinger perpetuó la guerra de Vietnam cuatro años más de lo necesario y ordenó el indiscriminado bombardeo del vecino país de Camboya.

También orquestó el golpe de Estado de Pinochet en Chile y apoyó a la junta militar que tomó el poder en Argentina en 1976. En ambos casos, las torturas, los asesinatos y las desapariciones estuvieron a la orden del día. Él, en conversaciones secretas, los animaba.

Kissinger es sinónimo de la realpolitik, del ejercicio amoral del poder. Fue una figura polémica en su país y en todo el mundo, con las notables –pero no del todo sorprendentes– excepciones de China y Rusia, donde los medios oficiales han sido unánimes en sus elogios al difunto. Xi Jinping, el líder comunista chino, lo describió como “un viejo amigo”. Vladímir Putin, el capo ruso, dijo que fue “un sabio y visionario estadista”.

En cambio, Joseph Biden, el presidente........

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