En mi vida hubo un antes y un después de la llegada de la Nespresso. Aquella máquina iba a cambiar mis hábitos, principalmente el de bajar al bar a hacer el café con leche de la mañana o el cortado de después de comer. Porque como el café del bar no había ninguno, con su espumita, recién hecho, recién molido, recién todo. Pero los de la Nestlé copiaron muy bien lo que era el café de bar. Alguno de sus creativos debió de decir en voz alta: lo más importante es que nos salga con cremita por encima. Y lograron un sucedáneo que daba bastante el pego. Y todo gracias a unas cápsulas con las que pronto nos íbamos a familiarizar y que no íbamos a encontrar en ningún súper. Solo se podían comprar en una especie de boutiques del café, como si fuesen lingotes de oro del siglo XXI.

Sin ser pariente lejano de Juan Valdés, desde pequeño he vivido un culto al café en mi casa fuera de lo común, como si tuviésemos acciones de Marcilla, Saimaza o Soley. Desde primera hora de la mañana, la cafetera estaba encima del fuego más pequeño de la cocina, porque tenía que ser en ese y no en otro donde se hiciese el café.

Tengo la imagen de mi padre o mi madre moliéndolo. Porque ahora eso parece muy moderno, pero lo de comprar el café en grano está más que inventado. Lo metían en un artilugio que disponía de una cuchilla en forma de hélice que dejaba el grano hecho polvo, literal. Era fascinante ver aquella transformación cuando la tarde languidecía y renacían las sombras.

Desde muy pequeño empecé a tomar café con leche y desde entonces no he parado. Recuerdo la exquisitez de aquel primer café con leche de la mañana, recién salido del fuego, de aquella cafetera italiana marca Valira, con ese olor que impregnaba toda la casa. Pero había algo que no entendía: a medida que avanzaban las horas, el café iba perdiendo propiedades, glamour, sabor… hasta que descubrí a mi padre recalentando en un cazo el café que había sobrado por la mañana, o el del día anterior, o el del otro. O peor aún: metiéndolo en el microondas.

La llegada de la Nespresso coincidió más o menos con mi emancipación, y puse a Dios por testigo que nunca más volvería a tomar café recalentado, que no estábamos para miserias. Me aficioné al Arpegio, luego al Roma, finalmente al Ristretto. La Nestlé siempre tenía sus trucos para que siguiese enganchado: prueba este que hemos elaborado con los mejores granos de Colombia, o este, de Etiopía, auténtica cuna del café. También estaban sus espectaculares ofertas: compraba 200 cápsulas, me gastaba un dineral, pero me correspondía un regalazo. De todo lo que me obsequiaron, lo más formidable fue una taza, sí, una taza, con la N serigrafiada. Tanta generosidad me abrumaba.

Empecé a oír entre los apóstoles apocalípticos de la emergencia climática que aquellas cápsulas de aluminio de las que brotaba el oro negro podían tardar en biodegradarse más años que el PP lleva gobernando en Galicia (no se pierdan mi artículo de la semana pasada, anunciando cual oráculo la derrota que iba a sufrir Feijóo al día siguiente, pasarán un rato divertido). Y me convencieron. Después de un par de décadas de fidelidad, me pasé al café de comercio justo y, momentáneamente, a una cafetera de brazo, como la de los bares. Hasta que de aquel brazo empezó a salir café por todas sus articulaciones. Fracasé.

Escribo esto mientras hierve mi nueva cafetera italiana. No es de Valira, pero me recuerda a la de casa de mis padres. Me haré un cortado y no descarto, a media tarde, recalentarlo en un cazo para hacerme otro. A ver si así, entre café y café, me ol­vido de las noticias que nos acompañan estos días.

QOSHE - Moliendo café - Jordi Évole
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Moliendo café

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24.02.2024

En mi vida hubo un antes y un después de la llegada de la Nespresso. Aquella máquina iba a cambiar mis hábitos, principalmente el de bajar al bar a hacer el café con leche de la mañana o el cortado de después de comer. Porque como el café del bar no había ninguno, con su espumita, recién hecho, recién molido, recién todo. Pero los de la Nestlé copiaron muy bien lo que era el café de bar. Alguno de sus creativos debió de decir en voz alta: lo más importante es que nos salga con cremita por encima. Y lograron un sucedáneo que daba bastante el pego. Y todo gracias a unas cápsulas con las que pronto nos íbamos a familiarizar y que no íbamos a encontrar en ningún súper. Solo se podían comprar en una especie de boutiques del café, como si fuesen lingotes de oro del siglo XXI.

Sin ser pariente lejano de Juan Valdés, desde pequeño he vivido un culto al café en mi casa fuera de lo común, como si........

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