La inteligencia artificial (IA) está en boca de todo el mundo. Incluso hegemoniza la conversación pública sobre la digitalización. Al hacerlo, se apela mayoritariamente a las oportunidades de la IA. Aunque, en los últimos meses, empieza a mencionarse, también, la existencia de riesgos asociados a ella. Quienes la citan en discursos, clases, conferencias, simposios, consejos de administración, medios de comunicación o simples conversaciones, emplean verbos que enhebran un relato más o menos optimista sobre ella. La mayoría enfatiza positivamente la necesidad de “desarrollarla”, “potenciarla”, “favorecerla”, “promoverla” o “maximizarla”. Muchos hablan de “regularla” y “supervisarla”, aunque no se especifica por lo general en qué medida, ni casi nunca cómo y hasta dónde. Algunos invocan la urgencia de “controlarla” y “limitarla”. Y unos pocos no evitan señalar que hay que “paralizarla” o, llegado el caso, “prohi­birla”.

El enfoque de esta conversación pública es claro. Se enmarca dentro de perspectivas técnicas y económicas que protagonizan científicos dedicados a la IA, así como empresarios que quieren aprovechar la rentabilidad asociada a sus desarrollos económicos. Pero, también, empiezan algunos gobiernos democráticos a querer articular políticas públicas que identifiquen un interés general que reconduzca los intereses privados que empujan hacia la inevitabilidad de su universalización. No tanto por principios políticos, sino más bien por utilidades sociales vinculadas a la oportunidad pragmática de regular.

En cualquier caso, se trata de un fenómeno discursivo que solo acontece en las sociedades democráticas más avanzadas del mundo. Aquellas que todavía son “plenas”, aunque no sepamos por cuánto tiempo. Pero admitir que la IA está en nuestra conversación no sirve de mucho. Recordemos que nuestros tecnólogos, empresarios y gobernantes hablan de ella para convencernos de su oportuna necesidad. Algo que ya intuye la mayoría de la gente. Sin IA no habrá futuro para nadie. Es inevitable. Lo vemos en la movilidad, las finanzas, las infraestructuras, la administración, la salud, la seguridad, la educación e, incluso, la cultura.

Pero reconocerlo no significa que la conversación no deba ser más ambiciosa. Al menos mientras siga monopolizada por quienes tienen intereses privados de naturaleza profesional, económica o política alrededor de ella. Que es lo que sucede con la comunidad científica que la trabaja, los empresarios que la implementan y los gobernantes que pretenden supervisarla alineados con los intereses de los otros grupos.

El desenlace es hablar de la IA desde un plano simplista, centrado en explicar lo que hace y qué puede llegar a hacer. Así como cuál será el impacto transformador que tendrá en la aceleración digitalizadora de nuestras sociedades, gobiernos y empresas de la mano de un capitalismo de plataformas o cognitivo, que se basa en el conocimiento algorítmico que se deduce de ella. Es cierto que, en los últimos años, se ha añadido una capa de complejidad a través de un ángulo ético que apela a la necesidad de introducir límites morales e, incluso, regulaciones que eviten externalidades negativas como la desigualdad.

Incluso, se ha instalado una relativa preocupación social sobre los riesgos a los que puede conducirnos el desarrollo de una IA sin supervisión. Aunque aquí, como se ha visto con el Reglamento europeo sobre IA, se invoca más una ética colectiva de autoayuda para consumo político de masas, que una regulación filosófica profunda. Basada en propósitos y que esté a la altura de lo que representará para la condición humana la aparición de una tecnología que alterará las bases morales y, quizá, existenciales, de nuestra especie.

Damos pasos hacia una civilización artificial y no pensamos en ello. La culpa está en una conversación pública sobre la IA que es parte del problema. Entre otras cosas, porque no piensa que estamos ante una tecnología que evoluciona disruptivamente hacia un futurismo nihilista, que llegará a ser perfecto si nadie lo remedia. Al menos, si quien define el futuro de la IA es una de estas dos opciones. O el calvinismo de silicio neoliberal de las GAFAM (Google, Apple, Facebook-Meta, Amazon y Microsoft) o el confucionismo sintético del Partido Comunista chino.

En este sentido, Europa tendría que reclamar su derecho a pensar, que es lo que viene haciendo desde hace dos milenios y medio, cuando trajo al mundo la filosofía. Desde ella ha de hacer evolucionar la conversación y conducirla hacia un auténtico debate. Ha de reclamar el derecho a decidir sobre la IA. Esto es, a discutir para qué la quiere la humanidad y definir un sentido propositivo que nos ayude a sacar de ella lo que esperamos que nos depare. Algo que solo surgirá si pensamos la IA. Si tratamos de comprender críticamente lo que subyace en ella. Concretamente, en la lógica utópica y hobbesiana que impulsa su desarrollo hacia la apoteosis de sí misma en términos simbólicos.

No podemos seguir hablando de ella como lo hacemos. Buscando explotar y maximizar capacidades sin propósito, convirtiéndola en una voluntad de poder que facilita y maximiza acciones sin un sentido detrás. La actual conversación sobre la IA no sirve. Al menos si queremos defender una condición humana abierta a la búsqueda de la felicidad y al sentido de la trascendencia. Y no solo porque sea mediocre, acrítica y carezca de ambición intelectual. Sino porque nos aboca a un futuro que nos arrebata el derecho a encaramarnos sobre los hombros del titán gigantesco que será la IA para ver más lejos desde ella.

QOSHE - Pensar la IA con ambición - José María Lassalle
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Pensar la IA con ambición

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02.03.2024

La inteligencia artificial (IA) está en boca de todo el mundo. Incluso hegemoniza la conversación pública sobre la digitalización. Al hacerlo, se apela mayoritariamente a las oportunidades de la IA. Aunque, en los últimos meses, empieza a mencionarse, también, la existencia de riesgos asociados a ella. Quienes la citan en discursos, clases, conferencias, simposios, consejos de administración, medios de comunicación o simples conversaciones, emplean verbos que enhebran un relato más o menos optimista sobre ella. La mayoría enfatiza positivamente la necesidad de “desarrollarla”, “potenciarla”, “favorecerla”, “promoverla” o “maximizarla”. Muchos hablan de “regularla” y “supervisarla”, aunque no se especifica por lo general en qué medida, ni casi nunca cómo y hasta dónde. Algunos invocan la urgencia de “controlarla” y “limitarla”. Y unos pocos no evitan señalar que hay que “paralizarla” o, llegado el caso, “prohi­birla”.

El enfoque de esta conversación pública es claro. Se enmarca dentro de perspectivas técnicas y económicas que protagonizan científicos dedicados a la IA, así como empresarios que quieren aprovechar la rentabilidad asociada a sus desarrollos económicos. Pero, también, empiezan algunos gobiernos democráticos a querer articular políticas públicas que identifiquen un interés general que reconduzca los intereses privados que empujan........

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