El día 31 de diciembre de 1984 servidor estaba con un amigo del alma, Cipri para más señas, en la azotea de un edificio en construcción de l’Ametlla de Mar. Era ya noche cerrada, aunque todavía faltaban horas para la cena y las campanadas. Los paletas ya habían plegado, dejando tras de sí un remarcable botín de envases vacíos de Xibeca, la litrona de los currantes de antaño. Los dos adolescentes de catorce años que éramos aprovechamos la oscuridad temprana del invierno y la soledad de la obra para subirnos al terrado y confesarnos uno al otro, proyectándonos en una vida de adultos que aún no nos correspondía. Alguno de los dos, recuerdo la pregunta pero no quien la pronunció, dijo en algún momento: “¿Te imaginas cómo será el mundo en el año 2000?”. Escucho todavía, aunque ignoro también a quien debo atribuirla, la respuesta que para nosotros despejaba todas las incógnitas, porque el centro del mundo éramos por aquel entonces nosotros y nadie más que nosotros: “Tendremos 30 años. El doble y dos más de los que tenemos ahora”. Desde ese día han pasado ya 39 años.

Nuestro único propósito de fin de año era hacernos mayores para ganarnos la libertad que creíamos, en nuestra ignorancia, monopolio de los adultos. Todavía nos faltaba mucho rodaje para descubrir que los mayores –lo eran todos los que estaban por encima de nosotros– viven atados a mil y una servidumbres, algunas voluntarias, otras menos, y que el único espacio en el que uno puede permitirse de verdad pastar sin rendir cuentas a nadie más que a uno mismo reside en la libertad de pensamiento y conciencia. También nos faltaban años para que se cruzara en nuestra vida a través de las lecturas gente como Viktor Frankl; y más para digerir frases como la que él dejó escrita para recordarnos que la libertad no es una licencia para hacer lo que uno quiera, sino una responsabilidad para hacer lo correcto.

Pensamiento y conciencia. Y como co­rreas de transmisión de ese sagrario, dos libertades más: la libertad de opinión y expresión. Las dos primeras son más difíciles de achicar, puesto que exigen quebrar lo más íntimo de un ser humano. No es imposible, claro, pero exige esfuerzos que solo el tirano y el totalitarismo pueden permitirse. Las otras dos son en cambio más frágiles porque su cercenamiento puede darse en entornos en los que está plenamente garantizado a nivel formal su disfrute. Para limitarlas es innecesario incluso un ejercicio consciente de acallamiento. Basta con que las opiniones hegemónicas gocen de tan buena salud y sean tan compartidas que señalar al disidente acabe considerándose, paradójicamente, un síntoma de buena salud democrática. Desgraciadamente, de un tiempo a esta parte hay demasiada gente ordenando silencio y también están demasiado poblados los ejércitos de quienes confunden la libertad de expresión con el insulto y la ofensa gratuita con el idéntico objetivo de amilanar a quien no está dispuesto a comulgar con lo que a su criterio son ruedas de molino. Aclararemos, aunque no debería hacer falta, que estos centuriones del silencio habitan por todo el espectro ideológico.

Quienes gozamos del privilegio de juntar letras para que sean leídas por terceros, o disponemos a ratos de un micrófono para analizar u opinar sobre temas de actualidad, tenemos una especial responsabilidad derivada de tales prerrogativas. Una responsabilidad que puede resumirse en la defensa de la libertad de expresión para uno mismo y para los demás haciendo uso de ella sin más límite que el de la propia conciencia y acompañándola de un mínimo de educación a la hora de convertir en palabras lo que creemos cierto. Lo del mínimo de educación no es cursilería. Sin ella es imposible que la discusión que pretende alimentarse tenga un sentido constructivo a pesar de que el acuerdo con quien ve la realidad con otros ojos no sea más que una utopía.

Queda ya en la prehistoria 1984. Mi propósito de año nuevo a estas alturas ya no es, como bien supone el lector, hacerme mayor. Pero en tiempos de griterío como el presente sigue guardando relación con la libertad. De pensar, decir y escribir lo que a uno le venga en gana –libertad para uno– acompañado del compromiso de reciprocidad de leer y escuchar lo que les venga en gana decir y escribir a los demás –libertad para los otros–. Plantar los dos pies en esta baldosa, resistiendo a la tentación de escoger bando para ganar aplausos o a la de renunciar al matiz, a la complejidad o a la contradicción para que todo encaje como un guante en el propio prejuicio, es el buen propósito para el 2024. Le corresponde a usted juzgar si acaba haciéndose realidad. Por de pronto, feliz año nuevo y que se cumplan sus propósitos.

QOSHE - Propósito de año nuevo - Josep Martí Blanch
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Propósito de año nuevo

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31.12.2023

El día 31 de diciembre de 1984 servidor estaba con un amigo del alma, Cipri para más señas, en la azotea de un edificio en construcción de l’Ametlla de Mar. Era ya noche cerrada, aunque todavía faltaban horas para la cena y las campanadas. Los paletas ya habían plegado, dejando tras de sí un remarcable botín de envases vacíos de Xibeca, la litrona de los currantes de antaño. Los dos adolescentes de catorce años que éramos aprovechamos la oscuridad temprana del invierno y la soledad de la obra para subirnos al terrado y confesarnos uno al otro, proyectándonos en una vida de adultos que aún no nos correspondía. Alguno de los dos, recuerdo la pregunta pero no quien la pronunció, dijo en algún momento: “¿Te imaginas cómo será el mundo en el año 2000?”. Escucho todavía, aunque ignoro también a quien debo atribuirla, la respuesta que para nosotros despejaba todas las incógnitas, porque el centro del mundo éramos por aquel entonces nosotros y nadie más que nosotros: “Tendremos 30 años. El doble y dos más de los que tenemos ahora”. Desde ese día han pasado ya 39 años.

Nuestro único propósito de fin de año era hacernos mayores para ganarnos la........

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