No dice mucho en favor de uno alegrarse del mal ajeno. Salvo que de ese mal se derive un beneficio colectivo. En ese caso, lamentando los costes personales para el afectado, quizás esté justificado celebrar la desgracia en cabeza ajena. Por eso estamos de enhorabuena con la dimisión forzada de la rectora de la Universidad de Pensilvania, Liz Magill, y de que sus homólogas de Harvard y el MIT, Claudine Gay y Sally Kornbluth, estén en la cuerda floja.

Les llegó a las tres damas el turno de enfrentarse al mundo que ellas y sus predecesores en sus puestos han ayudado a construir con probada diligencia. Comparecieron en el Congreso de los Estados Unidos para responder, entre otras cuestiones, si los llamamientos al genocidio judío u otras consignas de los universitarios y profesores de sus campus tenían encaje en la libertad de expresión o si violaban el código de conducta exigible en un entorno académico y se debían perseguir.

Protestas por la guerra de Israel en Gaza en la Universidad de Columbia

Contestaron impecablemente. Se refugiaron en la grandeza de la libertad de expresión, en la necesidad de añadir contexto a cualquier afirmación malsonante o en la indiscutible verdad de que las palabras amenazantes sólo pueden convertirse en delito cuando las acompaña la posibilidad cierta de que se conviertan en actos. Sus respuestas fueron académicamente formidables. Pero no les sirvió de nada. Magill ya está de patitas en la calle. Y Gay y Kornbluth han quedado tan debilitadas que deberán actualizar sus currículums con el próximo soplo de aire. Y nos alegramos de ello.

Porque las universidades americanas primero, las británicas después, y tras ellas las de la Europa continental, llevan años cercenando, con la complicidad de sus equipos directivos, no sólo la libertad de expresión, sino también la de pensamiento. Se dejaron secuestrar por la tiranía de los alumnos más radicalizados que militan en la cultura woke y facilitaron que el virus de la censura, la autocensura y la cancelación infestase sus campus.

Por ejemplo, profesores, conferenciantes e ideas que no encajan en la riada de la ideología de género han sido silenciados sin que las autoridades de dichas universidades se hayan atrevido a romper una lanza en favor de la libertad de expresión o en la defensa de los centros de educación superior como verdaderos templos del pensamiento libre y la provocación. Han apoyado por pasiva, cuando no por activa, el acallamiento más procaz.

Una camioneta con publicidad contra la rectora de Harvard circulando por la universidad

Y ahora les ha llegado el turno a esas señoras de ingerir el jarabe que primero dieron a probar a otros. Si para acallar a la jauría woke había que exponerse en redes o enfrentarse al escrache del totalitarismo de izquierdas postmoderno –cosa que no han hecho, no ellas, sino tampoco sus predecesores–, ahora ya saben qué es vérselas con otro tipo de colectivo al que tampoco le es de agrado escuchar según qué cosas en los campus. A los grandes donantes económicos de ascendencia judía les ha bastado con retirar o amenazar con hacerlo sus aportaciones económicas a esas universidades para que a las rectoras se les atraganten todos sus argumentos y excusas.

De nada les ha servido tener razón. Porqué lo que no tienen es credibilidad. Ni ellas ni sus instituciones. No sirve buscar el amparo de la libertad de expresión a conveniencia: ahora sí, ahora no. No es válido abrir el paraguas de la universidad para refugiarse de la lluvia sectaria cuando sólo se hace para defender únicamente a los alumnos y profesores de una determinada ideología.

EE.UU. nos queda muy lejos, pensarán algunos. No tanto. En las universidades españolas, y por supuesto las catalanas en lugar destacadísimo, hace tiempo que muchas ideas no pueden expresarse en libertad. Y como en EE.UU, también aquí los dirigentes universitarios juegan a minimizar la gravedad de según que acallamientos.

Nos conviene a todos observar lo que sucede cuando la libertad de expresión no se toma siempre en serio. Porqué las excepciones permiten que tarde o temprano alguien te imponga la medicación que sólo pensabas válida para los demás. Por eso nos alegramos del mal trago de las tres rectoras yanquis aunque tengan razón, la misma razón que tantos a los que ellas y otros antes que ellas han acallado primero.

Experimentar en carne propia lo que alegremente juzgamos con severidad en los demás. Quizás no haya mejor lección de vida que ésta para ganar en generosidad e indulgencia. Para aprender a contar hasta cien antes de excomulgar al otro. A ver si escarmentamos en cabeza ajena.

QOSHE - Que callen los que ordenan callar - Josep Martí Blanch
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Que callen los que ordenan callar

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17.12.2023

No dice mucho en favor de uno alegrarse del mal ajeno. Salvo que de ese mal se derive un beneficio colectivo. En ese caso, lamentando los costes personales para el afectado, quizás esté justificado celebrar la desgracia en cabeza ajena. Por eso estamos de enhorabuena con la dimisión forzada de la rectora de la Universidad de Pensilvania, Liz Magill, y de que sus homólogas de Harvard y el MIT, Claudine Gay y Sally Kornbluth, estén en la cuerda floja.

Les llegó a las tres damas el turno de enfrentarse al mundo que ellas y sus predecesores en sus puestos han ayudado a construir con probada diligencia. Comparecieron en el Congreso de los Estados Unidos para responder, entre otras cuestiones, si los llamamientos al genocidio judío u otras consignas de los universitarios y profesores de sus campus tenían encaje en la libertad de expresión o si violaban el código de conducta exigible en un entorno académico y se debían perseguir.

Protestas por la guerra de Israel en Gaza en la Universidad de Columbia

Contestaron impecablemente. Se refugiaron en la grandeza de la libertad de expresión, en la necesidad de añadir contexto a cualquier afirmación........

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