El ser humano es corruptible por naturaleza. Lo es su cuerpo físico, que al agotar el ciclo vital está abocado a una maloliente descomposición. Lo es también su fibra moral, que a veces es fuerte y resistente, pero que con demasiada frecuencia flaquea o se avería del todo al caer en tentaciones supuestamente irresistibles. Mientras la corrupción permanece en la esfera privada y no daña a la sociedad, pasa por vicio particular. Pero cuando galopa por la esfera pública y da dentelladas al erario, urge frenarla, desenmascarar a sus autores, castigarlos y apartarlos de las instituciones. A todos. Y para siempre, no vaya a ser que se conviertan en reincidentes.

Por estar en la naturaleza humana, la corrupción campa en todos los países. Aunque no por igual. Según el informe del 2023 de Transparency International, que puntúa 180 estados de cero a cien –si son muy o poco corruptos–, Dinamarca, Finlandia, Nueva Zelanda, Noruega y Singapur serían ejemplares, con índices del 90 al 83. Mientras que países como Somalia, Venezuela, Siria, Sudán del Sur, Yemen, Corea del Norte, Nicaragua, Haití o Guinea Ecuatorial, en guerra o sometidos a dictaduras, cierran la lista con lamentables índices del 17 al 11.

Este preámbulo viene a cuento del caso Koldo, que alborota la política española hace semana y media. Empecemos por el contexto global: en la lista de Transparency, España ocupa la posición 36, en el primer cuarto de la tabla, con un índice del 60, entre San Vicente y las Granadinas (bello archipiélago caribeño) y Botsuana (país africano con muchos diamantes y buena renta per cápita). Y supera, en Europa, a Italia –donde la mafia parasita la Administración–, Polonia o Grecia. Un laportista quizás gritaría: “¡Al loro, que no estamos tan mal!”. Pero lo sensato es preguntarse cómo mejorar, y más teniendo en cuenta que en el informe de Transparency del 2023 estamos como en el del 2021.

Más o menos, la corrupción afecta a todos los gobiernos. Dijo el historiador canadiense Michel Brunet que solo es un problema grave si afecta al 15% de los recursos públicos. De facto, pues, está aceptada. Pero no debería ser así. Lo que hizo Koldo con sus cómplices, gracias a la posición en la que imprudentemente le había colocado el ministro Ábalos, fue aprovecharse de la emergencia por covid y facturar más de cincuenta millones de euros en material sanitario. Les bastó con mover contactos e hinchar los precios. Las mascarillas llegaron a multiplicar por diez el valor de la unidad, y en casos extremos por veinte o más. Desbocada, la ley de la oferta y la demanda lleva al latrocinio.

Cincuenta millones son un dineral. Pero en el segundo trimestre del 2020, el Estado, las autonomías y los ayuntamientos españoles pagaron en total cuarenta veces esa cifra –más de dos mil millones– para lograr material sanitario imprescindible. Los controles no regían bajo el estado de alarma, faltaban mascarillas y otros productos y las importaciones podían desaparecer en cualquier escala aeroportuaria, en manos de un mejor postor. Conseguidores y comisionistas, unos expertos, otros meros oportunistas, se lucraron exprimiendo a las instituciones y perjudicando económicamente a la ciudadanía a la que parecían auxiliar.

Nada de eso tiene ya arreglo. Pero debemos evitar que se repita, y de entrada lo mejor es desvelar todos los tejemanejes. Por ello, el Gobierno acierta al proponer una comisión de investigación en el Congreso que revise todas las adjudicaciones públicas de aquellos días, fuera cual fuera el partido al mando. Y, por ello, el PP yerra al montar una comisión alternativa en el Senado, para que desfilen allí Sánchez, Armengol, Illa y demás socialistas. Esta comisión, ideada cual montería, aspira a hacer del Senado, que controla el PP, un coto de caza privado. Pero solo el intento del Congreso, si al fin aclarase todos los chanchullos, caiga quien caiga, podría tener amplios efectos curativos.

Los ciudadanos ya sabemos lo que opina el PP del PSOE y viceversa. Ahora sería de agradecer que por una vez se pusieran de acuerdo, para impedir que los listos sin escrúpulos nos vuelvan a meter la mano en el bolsillo. Y, si no saben hacerlo, que nos ahorren al menos las lecciones de moral relativas a la conducta ajena, y al tiempo ciegas, sordas y mudas ante los propios desmanes.

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Ir de montería o tratar de curarse

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03.03.2024

El ser humano es corruptible por naturaleza. Lo es su cuerpo físico, que al agotar el ciclo vital está abocado a una maloliente descomposición. Lo es también su fibra moral, que a veces es fuerte y resistente, pero que con demasiada frecuencia flaquea o se avería del todo al caer en tentaciones supuestamente irresistibles. Mientras la corrupción permanece en la esfera privada y no daña a la sociedad, pasa por vicio particular. Pero cuando galopa por la esfera pública y da dentelladas al erario, urge frenarla, desenmascarar a sus autores, castigarlos y apartarlos de las instituciones. A todos. Y para siempre, no vaya a ser que se conviertan en reincidentes.

Por estar en la naturaleza humana, la corrupción campa en todos los países. Aunque no por igual. Según el informe del 2023 de Transparency International, que puntúa 180 estados de cero a cien –si son muy o poco corruptos–, Dinamarca, Finlandia, Nueva Zelanda, Noruega y Singapur serían ejemplares, con índices del 90 al 83. Mientras que países como Somalia, Venezuela, Siria, Sudán del Sur, Yemen, Corea del........

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