La guerra de Putin contra Ucrania está destruyendo ciudades enteras y dejando decenas de miles de cadáveres ucranianos y rusos. La guerra activa una maquinaria infernal de destrucción de puentes y construcción de muros. Al margen de las desgracias de esta guerra y lo que pueda ocurrir en un futuro no lejano, nadie podrá borrar la complicidad entre la Rusia eterna y los cánones culturales de la vieja Europa. Se quiera o no, Rusia forma parte de nuestra civilización.
Los rusos han frecuentado Europa como residentes temporales, nobles viajeros y turistas ociosos desde los tiempos zaristas. Los revolucionarios bolcheviques vivieron en Londres, París, Zurich y Viena. Exiliados políticos, estudiantes, escritores y artistas llegaron a formar una potencia cultural fuera de su país.
Pedro el Grande llamó a artistas y arquitectos italianos para construir la maravilla de San Petersburgo. Catalina II se carteaba con Voltaire hasta que las ideas de los enciclopedistas llevaron a Luis XVI a la guillotina. Moscú se autodenominaba la tercera Roma y su penetración en Constantinopla y Jerusalén todavía pueden contemplarse en nuestros días.
Putin pasará, como quedaron arrinconados los vestigios del zarismo y los de la revolución bolchevique. Pero el alma rusa seguirá pegada o hermanada con la civilización occidental porque forma parte de ella. Antes y después de las guerras y de las revoluciones las antenas en las capitales europeas conectaban con las de Kyiv, Moscú o San Petersburgo. Ahora no funcionan, pero volverán a emitir las señales de siempre.
Nos ha llegado la creación de los grandes literatos como Tolstói, Dostoyevski, Grossman, Chéjov... o de músicos como Chaikovski, Borodin y Shostakóvich. También los gritos del dolor físico y moral de Solzhenitsin, Pasternak o Sájarov. Los aristócratas visitaban regularmente ciudades mediterráneas como Cannes, Antibes, Niza, St. Tropez o atlánticas como Biarritz o San Sebastián. En tierras extrañas, fuera de Rusia, se encontraban muchas personas que no se habrían conocido en su país.
Detrás del lenguaje y las acciones bélicas que tantas veces han enfrentado a Europa con Rusia, hay un denominador común de pertenencia a la civilización occidental que los horrores de guerras pasadas, presentes o futuras no podrán borrar.