Existe una amargura especial en las oportunidades perdidas, sobre todo cuando nos conducen de regreso a un oscuro pasado que se anhelaba dejar atrás. La primera carta que redactó Alexéi Navalni en agosto pasado, después de que el juez dictara su condena de 19 años por “extremismo” –una cadena perpetua de facto, si sumaba las penas que acumulaba– se tituló “Moi straj i nenavist” (Mi miedo y mi odio). La cara más reconocible de la oposición rusa había regresado a su país en 2021, tras recuperarse en Alemania del intento de asesinato urdido por el FSB, seguramente sin imaginar que, muy poco después, Rusia dedicaría su autoproclamada grandeza a cometer crímenes contra la humanidad en Ucrania, amenazar al mundo con desastres nucleares y deportar ilegalmente a miles de niños.

Putin, con su doctrina de guerra permanente, abrió dos frentes: uno exterior, contra el país vecino, al que negaba su mera existencia, y otro interior, contra los rusos que no apoyaran la invasión. Los escasos resquicios de libertad que aún persistían fueron sepultados en 2022, año en que solo el 0,13% de los juicios celebrados en Rusia concluyeron con la absolución del acusado.

La carta de Navalni representaba, como él mismo confesó, una catarsis: expulsar el odio, verbalizándolo, antes de afrontar décadas de presidio para que el odio no lo consumiera. Y ese odio no se dirigía a los jueces ni a los oficiales del FSB. “Y ni siquiera, se sorprenderán, odio a Putin”, añadió. “En estos momentos odio a quien amé. Y me odio a mi mismo por haberlos amado alguna vez”. Se refería a aquellos que, cuando era adolescente, se vistieron con piel de “demócratas” o “reformistas” y desaprovecharon la oportunidad presentada en la década de 1990 para poner las bases de un Estado de derecho. En cambio, saquearon el país y permitieron que las estructuras estatales quedaran infiltradas por los servicios secretos, quienes los ayudaron a amañar elecciones, erradicar la disidencia y a saquear a espuertas.

¿A qué temía Navalni si siempre mostraba una valentía excepcional que trataba de contagiar en todas sus comparecencias? Temía perder la próxima oportunidad de romper con este círculo vicioso: “Sé que Rusia aún tendrá una oportunidad. Estamos inmersos en un proceso histórico. De nuevo nos encontraremos en una encrucijada. Salto por la noche en mi catre con horror y sudor frío al pensar que tuvimos una posibilidad, pero regresamos al mismo camino que en los noventa”.

No sería exagerado decir que se ha retrocedido décadas atrás, incluso más, al observar la reacción inmediata de las autoridades tras la noticia de su muerte, impidiendo, identificando o arrestando a quienes depositaban flores en su memoria, e infligiendo más dolor a su familia, manteniendo su cadáver secuestrado. Me recuerda los mecanismos de humillación de los años treinta, cuando se ocultaba la muerte de los represaliados haciendo creer que eran presos “sin derecho a correspondencia”, o cuando enterraban de noche a los jóvenes soldados caídos en Afganistán en ataúdes de zinc sellados. Y todo para reprimir un duelo colectivo.

A menos de un mes de otras presidenciales, gracias a las cuales Putin podrá entrar en la historia (su obsesión), esta vez por superar a Stalin en cuanto a años en el poder, Rusia se acerca a otro punto de no retorno con el cuerpo aún fresco de quien, con su mera existencia, representaba la posibilidad de una alternativa.

El 15 de marzo del año pasado, en su derecho a la última palabra ante el tribunal, Navalni acabó citando un pasaje de los diarios de Tolstói: “La guerra es hija del despotismo. Quien quiera luchar contra la guerra debe luchar contra los déspotas”. Estaba claro a quién señalaba este abogado, cuyas contradicciones ideológicas no empañan su legado de coraje y activismo. Mostró con pruebas que el poder corrupto y sangriento de Putin se basa en la amenaza y el soborno.

La Rusia actual ejerce el terrorismo militar, energético, alimentario, migratorio, informativo, químico, nuclear (con amenazas), como apunta Serguéi Medvédev (A War Made in Russia, 2023). Es demasiado débil para crear un mundo nuevo, pero lo suficientemente peligrosa e integrada en las redes globales como para destruir el viejo, y opera “en el terreno fértil del miedo que se ha ido asentado históricamente en el subconsciente de Occidente”. La oportunidad de una Rusia libre se decide en Ucrania. El futuro democrático de Rusia pasa por detener su agresión nihilista. Navalni lo sabía. ¿Y nosotros?

QOSHE - Por una Rusia libre - Marta Rebón
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Por una Rusia libre

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22.02.2024

Existe una amargura especial en las oportunidades perdidas, sobre todo cuando nos conducen de regreso a un oscuro pasado que se anhelaba dejar atrás. La primera carta que redactó Alexéi Navalni en agosto pasado, después de que el juez dictara su condena de 19 años por “extremismo” –una cadena perpetua de facto, si sumaba las penas que acumulaba– se tituló “Moi straj i nenavist” (Mi miedo y mi odio). La cara más reconocible de la oposición rusa había regresado a su país en 2021, tras recuperarse en Alemania del intento de asesinato urdido por el FSB, seguramente sin imaginar que, muy poco después, Rusia dedicaría su autoproclamada grandeza a cometer crímenes contra la humanidad en Ucrania, amenazar al mundo con desastres nucleares y deportar ilegalmente a miles de niños.

Putin, con su doctrina de guerra permanente, abrió dos frentes: uno exterior, contra el país vecino, al que negaba su mera existencia, y otro interior, contra los rusos que no apoyaran la invasión. Los escasos resquicios de libertad que aún persistían fueron sepultados en 2022, año en que solo el 0,13% de los juicios celebrados en Rusia........

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