Viktor Orbán – Viktator para sus críticos, por sus proclamas ultranacionalistas y maniobras legales para perpetuar en el poder a su partido, el Fidesz– siempre me ha parecido un mandatario oportunista con discursos de segunda mano. Con la coartada de defender los valores tradicionales y el “destino histórico” de su país, ha sabido jugar sus cartas, beneficiándose de los fondos europeos y de las exportaciones húngaras, que se dan mayoritariamente dentro del mercado común. Ha demostrado una férrea determinación desde que volvió al poder en el 2010 con mayoría absoluta e hizo del Fidesz una maquinaria perfectamente engrasada, que ha erosionado las estructuras estatales.

Durante su tiempo en la oposición, Orbán aprendió que un modelo piramidal, con él en la cúspide (claro), era la arquitectura más efectiva para controlar su país. Se inscribe, pues, en la categoría de dirigentes que en las últimas décadas han consolidado liderazgos personalistas en detrimento de las instituciones.

Lo paradójico en el caso húngaro es que Orbán ha llevado a cabo la demolición del Estado de derecho liberal dentro de la misma Unión Europea, lo cual nos recuerda que el proyecto comunitario aún no ha despertado del todo del “sueño europeo” de unidad, en que reinó el optimismo (o la ingenuidad) de creer que ninguno de sus miembros, especialmente aquellos llegados de la ocupación soviética, tomaría la iniciativa de dar pasos atrás, contando además, como medio de chantaje, con la herramienta del veto.

Para sorpresa de muchos, según señala el politólogo Jarosław Kuisz, los Orbán han hecho resucitar antiguos modelos de resistencia y los aplican contra Bruselas, como si fuera el viejo Moscú, en una inversión de roles no accidental. Han encontrado inspiración en el libro de estilo de la Rusia de Putin, que cuenta con el atractivo adicional de haberse implementado allí con éxito, como acaban de demostrar las pseudoelecciones rusas, un espectáculo de gran formato y demostración pública de fuerza en que participaron, de alguna forma u otra, más de cien millones de ciudadanos rusos.

La retórica amenazante de Rusia, con sus llamamientos a la resurrección de antiguas fronteras y agravios históricos, tampoco es ajena a Orbán, aquejado del síndrome de Trianón (por el tratado homónimo firmado en 1920 en virtud del cual Budapest perdió dos tercios de sus territorios milenarios).

Hace unos días, durante el simulacro de las presidenciales rusas, Orbán pronunció en la capital húngara, con motivo de la fiesta nacional, un discurso lleno de paralelismos entre la revolución de 1848 y los próximos comicios al Parlamento Europeo, sabedor de que es el momento de erigirse como referente neoconservador de la alternativa al eje franco-alemán y así desmantelar la UE desde dentro, sobre todo después de perder, a finales del año pasado, su muleta polaca. En entrevistas y foros internacionales se jacta de ser percibido como un caballo de Troya.

Estos procesos, tanto en Moscú como en Budapest, están envueltos en un marco retórico que comparte vocabulario y metodología. Desde la inversión de significados, en que quien presume de amistad con un invasor movido por ideas revisionistas califica a la UE de “ocupantes imperialistas”, hasta la autoproclamación del autócrata como defensor de las libertades, en sintonía con el lema del Brexit Take back control .

Para estos discursos se reciclan, mediante corta y pega, consignas populistas. Orbán, por ejemplo, habla de “ocupar Bruselas” y expulsar a las “langostas occidentales” que supuestamente arrasan con todo lo que encuentran, azuzando sin embargo en la memoria de muchos lo ocurrido en Washington o Brasilia. O se apropia del famoso mantra trumpista adoptándolo como #MakeEuropeGreatAgain, un hashtag con el que adorna sus tuits en la red social X, donde se autodenomina “luchador por la libertad”, una descripción que resuena familiar también aquí.

Europa no tiene solo un frente abierto en Ucrania, sino que también debe enfrentarse a desafíos internos, entre otros. Porque, en otro giro oportunista, Orbán llama a otros países a “despertar” y el pasado viernes instó a eslovacos, austriacos, italianos y neerlandeses a convertir este año en un punto de inflexión. Todo aquel que no apoye esta agenda, repitió, asumirá el destino de los traidores. Como reflexionó el escritor húngaro László Krasznahorkai, recientemente galardonado con el premio Formentor, “no matamos el totalitarismo, solo lo pusimos a dormir”.

QOSHE - Un estadista de segunda mano - Marta Rebón
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Un estadista de segunda mano

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21.03.2024

Viktor Orbán – Viktator para sus críticos, por sus proclamas ultranacionalistas y maniobras legales para perpetuar en el poder a su partido, el Fidesz– siempre me ha parecido un mandatario oportunista con discursos de segunda mano. Con la coartada de defender los valores tradicionales y el “destino histórico” de su país, ha sabido jugar sus cartas, beneficiándose de los fondos europeos y de las exportaciones húngaras, que se dan mayoritariamente dentro del mercado común. Ha demostrado una férrea determinación desde que volvió al poder en el 2010 con mayoría absoluta e hizo del Fidesz una maquinaria perfectamente engrasada, que ha erosionado las estructuras estatales.

Durante su tiempo en la oposición, Orbán aprendió que un modelo piramidal, con él en la cúspide (claro), era la arquitectura más efectiva para controlar su país. Se inscribe, pues, en la categoría de dirigentes que en las últimas décadas han consolidado liderazgos personalistas en detrimento de las instituciones.

Lo paradójico en el caso húngaro es que Orbán ha llevado a cabo la demolición del Estado de derecho liberal dentro de la........

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