Febrero del 2024; 39 meses sin llover. Los embalses de las cuencas internas de Catalunya bajan del listón del 16% mínimo a partir del cual debe declararse el estado de emergencia. Atrás quedan las fases de alerta, excepcionalidad y preemergencia –este último, un estadio de propina que, para ganar tiempo, se sacó de la chistera algún listo–. Visto que hasta la fecha la táctica de los distintos gobiernos básicamente ha sido intentar conseguir que llueva a golpe de decreto, pero, en el fondo sin dar un palo al agua (esto es, sin invertir un céntimo en decisiones estratégicas o controvertidas); visto también que, en el 2008, al final la sequía se saldó gracias a las rogativas del entonces conseller Francesc Baltasar a la Moreneta; con todos estos antecedentes, en amplios sectores de la población ha calado el convencimiento de que solo a base de rezos y procesiones apaciguaremos la ira celestial. Una solución, hay que reconocer que poco original y de dudosa fiabilidad, pero al menos católica, económica y ancestral.

Además, como pude constatar el otro día paseando por Banyoles, no son pocos los mayores convencidos de que detrás de la sequía está ni más ni menos que la aviación del ejército español, decidido a sembrar todas las nubes catalanas que sean necesarias con yoduro de plata, una técnica que en todo el mundo sirve tan solo para reducir granizo y dispersar nieblas, pero que al parecer en manos de España permite impedir que llueva en Catalunya. ¡Así escarmentamos por tanto disparate del procés !

Ocurrencias aparte, me temo que, más allá de estas propuestas de interpretación metafísica, la solución a nuestra falta de agua va a ser bastante más compleja y requerirá de consensos en torno a una serie de decisiones en materia de infraestructuras desde hace años planificadas pero que, por miedo al desgaste político o por simple incompetencia, no se han acometido. Me refiero al desarrollo de nuevas desalinizadoras, a la regeneración de aguas residuales y a la interconexión de redes.

Y es que con el agua nos pasa como con la falta de vivienda: demasiados años intentando incidir sobre la demanda, cuando la solución está, seguro, en el uso responsable, pero también en la ampliación de la oferta. Así lo han demostrado los países árabes más avanzados o el Estado de Israel, que con sus más de nueve millones de habitantes dispone ya de cinco desaladoras. Con sus aciertos y errores, también experiencias como las de California constituyen todo un ejemplo de lo desastroso que pueden ser las guerras del agua entre territorios o el ideologismo.

Y es que en un planeta justamente descrito como azul por sus grandes masas de agua, con el pantano de Mequinenza lleno a rebosar, defender que vamos faltos de este recurso tiene su enjundia. Al menos, en los países ricos y desarrollados. Claro que no hay fortuna que no pueda dilapidar un holgazán, ni tecnología que se resista a un gobierno timorato.

Ahorro. Aunque, según escribió Josep Pla, los catalanes de bien somos monógamos, pagamos la contribución urbana y nos afeitamos, el caso es que también somos bastante ahorradores de agua: gastamos un poco más de 200 litros por persona y día. No puedo acreditarlo científicamente, pero yo incluso añadiría que nos duchamos con relativa frecuencia. Con todo, no parece ser esta la opinión del Govern, para quien, en esta fase de emergencia, la mayor parte de las soluciones pasarán por restringir aún más el acceso al agua, castigando severamente la vida ciudadana, la actividad económica y la reputación de Catalunya.

Debates bizantinos. En vez de llevar a cabo campañas efectivas de apoyo a las obras de mantenimiento y renovación de infraestructuras o de culminar los grandes proyectos de mejora de abastecimiento –nuevas desalinizadoras en Blanes y Cubelles y ampliación de la estación potabilizadora del Besòs–, la política catalana se ha pasado estos últimos años entretenida con debates bizantinos sobre los modelos de gestión, redactando decretos sancionadores contra los ayuntamientos o, por miedo a críticas de campanario, oponiéndose a la necesaria interconexión de redes entre Tarragona y Barcelona, tantas veces proyectada y nunca ejecutada.

Conclusión: es injusto pedir a Dios que nos conceda el preciado don de la lluvia o imponer más restricciones a los ciudadanos, cuando nuestros gobernantes desatienden con descaro sus propias leyes y compromisos de inversión.

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¿Sin agua?

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07.02.2024

Febrero del 2024; 39 meses sin llover. Los embalses de las cuencas internas de Catalunya bajan del listón del 16% mínimo a partir del cual debe declararse el estado de emergencia. Atrás quedan las fases de alerta, excepcionalidad y preemergencia –este último, un estadio de propina que, para ganar tiempo, se sacó de la chistera algún listo–. Visto que hasta la fecha la táctica de los distintos gobiernos básicamente ha sido intentar conseguir que llueva a golpe de decreto, pero, en el fondo sin dar un palo al agua (esto es, sin invertir un céntimo en decisiones estratégicas o controvertidas); visto también que, en el 2008, al final la sequía se saldó gracias a las rogativas del entonces conseller Francesc Baltasar a la Moreneta; con todos estos antecedentes, en amplios sectores de la población ha calado el convencimiento de que solo a base de rezos y procesiones apaciguaremos la ira celestial. Una solución, hay que reconocer que poco original y de dudosa fiabilidad, pero al menos católica, económica y ancestral.

Además, como pude constatar el otro día paseando por Banyoles, no son pocos los........

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