Catalunya ha rebasado ya los ocho millones de ciudadanos. Además, tres de cada cuatro catalanes son producto de la inmigración. Inevitablemente, este crecimiento de población tan intenso e inesperado ha acrecentado la brecha de las desigualdades. Y una sociedad desigual rápidamente desgarra las costuras de los consensos básicos que hacen posible la concordia y crea las condiciones idóneas para el auge del populismo xenófobo, siempre tan audaz en sus diagnósticos como torpe e innoble en sus soluciones.

Partidos como Vox en el conjunto de España o Aliança Catalana en Ripoll encarnan nuestro particular aullido ante unos cambios que especialmente los mayores perciben con miedo. Miedo a dejar de ser quien somos, advierten, como si algún día, en alguna parte, la primera persona del plural no hubiera sido mentira.

Porque, a pesar de los procesos de nacionalización vividos a lo largo de los últimos dos siglos, la identidad de las personas continúa siendo un asunto poliédrico, imposible de definir con razones objetivas. Efectivamente somos una geografía, una lengua materna, un legado de memoria compartida, una cultura y quizás una fe religiosa heredadas y asumidas en menor o mayor grado. Pero también somos conciencia y voluntad de ser. Y solo queremos ser aquello que permite nuestra realización personal.

Solo así podemos entender que 14 de los 26 jóvenes que el año pasado representaron a Marruecos en el Mundial de futbol hubieran nacido en Europa o que alguien como Morad, el famoso rapero nacido en el barrio de la Florida, en l’Hospitalet, un día sorprendiera a sus millones de seguidores confesando que no se sentía español: no puedes querer a quien no te hace bien.

Pero constatar que nuestras sociedades evolucionan hacia una mayor complejidad no debería precipitarnos hacia el relativismo y aún menos predisponernos a erosionar el mínimo denominador común, que nos vincula a todos. “Fue un hombre”, exclamó Hamlet para hacer el mejor de los elogios imaginables de su padre, el rey de Dinamarca asesinado. Satisfechos con tal definición, pero con la pretensión de pasar a prosa la poesía, en 1948 los países del mundo acordaron en las Naciones Unidas la definición que consideraban definitiva y que nos reconocía “libres e iguales en dignidad y derechos”. Nada más y nada menos. Visto lo visto en Gaza, en Ucrania o en las costas de las islas Canarias, no parece que adjetivar a Shakespeare haya aportado demasiado.

Porque una cosa es admitir las limitaciones de las democracias liberales y reconocer la bondad de quienes para su mejora no cesan de criticarlas, y otra muy distinta es considerar que todo es relativo, que nada es bueno ni malo. En Occidente, si no tenemos agua corriente en nuestras casas, la culpa es del mal gobierno, no de la sordera divina. En Europa, si alguien quiere sacrificar animales para honrar a su Dios, debe hacerlo respetando el bienestar animal, como ha recordado recientemente el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos. En nuestra sociedad, nunca más la voz de una mujer podrá ser acallada por razón de su género.

Eso es tan claro como que al menos desde mediados del siglo XX, de la mano de Malcolm X, Harvey Milk y sus revoluciones antirracistas, sexuales y feministas, ser negro, gay, mujer, musulmán o poder cambiar de género parece que ha sido más importante que ser ciudadano. Si esto es así, la única empatía inteligible es la que nos despiertan los que a primera vista nos resultan más parecidos. Me parece un disparate que lo que es adjetivo pase a ser sujeto, pues, siguiendo este camino, lejos de saber quiénes somos, las sociedades posmodernas avanzamos hacia un mosaico de tribus ansiosas, egocéntricas e insolidarias, incapaces de re­sintonizar con los principios universales, esos sí, distintivos de nuestra especie.

Llevamos demasiado tiempo confundidos respecto a la identidad política que debe definirnos, y que no puede ser otra que la que se sustenta estrictamente en la amistad cívica. Esa y tan solo esa debe ser la justificación de la comunidad política y de nuestra adhesión identitaria. Morad lo dijo un día: “¡Me siento feliz, por fin, de ganar dinero legalmente y poder pagar impuestos!”. Con ellos son posibles las escuelas, los hospitales y la libertad necesaria para que en casa cada uno practique la religión y el sexo que más le apetezca. Tomen nota los recién llegados y, aún más, los viejos del lugar.

QOSHE - De nuevo, la identidad - Santi Vila
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De nuevo, la identidad

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21.02.2024

Catalunya ha rebasado ya los ocho millones de ciudadanos. Además, tres de cada cuatro catalanes son producto de la inmigración. Inevitablemente, este crecimiento de población tan intenso e inesperado ha acrecentado la brecha de las desigualdades. Y una sociedad desigual rápidamente desgarra las costuras de los consensos básicos que hacen posible la concordia y crea las condiciones idóneas para el auge del populismo xenófobo, siempre tan audaz en sus diagnósticos como torpe e innoble en sus soluciones.

Partidos como Vox en el conjunto de España o Aliança Catalana en Ripoll encarnan nuestro particular aullido ante unos cambios que especialmente los mayores perciben con miedo. Miedo a dejar de ser quien somos, advierten, como si algún día, en alguna parte, la primera persona del plural no hubiera sido mentira.

Porque, a pesar de los procesos de nacionalización vividos a lo largo de los últimos dos siglos, la identidad de las personas continúa siendo un asunto poliédrico, imposible de definir con razones objetivas. Efectivamente somos una geografía, una lengua materna, un legado de........

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