¿Qué clase de justicia es esta, en la que los hombres se adjudican el derecho a matar a sus iguales?, se preguntaba Cesare Beccaria en 1764, no sin antes haber desacreditado los azotes, las galeras y tantas otras torturas concebidas con intención disuasoria, al menos desde Carlos V. Dos siglos y medio más tarde, más de cincuenta países del mundo retienen tal castigo en sus códigos penales. De entre ellos, como es sabido, Estados Unidos, China, Emiratos Árabes o la propia Auto­ridad Palestina, tan idealizada por algunos, por cierto. En Europa solo Bielorrusia y Rusia la mantienen, aunque esta última la tiene en suspenso.

La pena de muerte persiste en muchos lugares, aunque su justificación moral y práctica hace tiempo que ha sido derrotada. Ni es aceptable matar a nadie ni su ejecución comporta reparación, ejemplaridad ni carácter disuasorio alguno. Entre otras cosas, porque no se conoce muerte de ningún asesino o violador que haya comportado la resurrección o sanación de las víctimas ni se ha acreditado tampoco que en los países donde se practica los índices delincuenciales sean inferiores a los de los abolicionistas. Así las cosas, no dudo de que el avance de la Ilustración será imparable y que esta barbaridad tiene los días contados.

Los acusados del reciente atentado en una sala de conciertos de Moscú comparecieron ante el juez con signos de haber sufrido violencia, en el caso de Saidakrami Murodalii Rachabalizo, en la oreja

Otra cosa es el tema de las torturas o, peor aún, la discusión sobre la privación de libertad, de nuevo reivindicados con cierta frivolidad, especialmente por parte de la ultraderecha. Personalmente, siempre he creído que, si algún día la República de las letras que soñaron Voltaire y Montesquieu se impone, sus ciudadanos juzgarán nuestras penas de cárcel con tanta severidad e incomprensión como nosotros hoy condenamos la pena de muerte.

Mientras tanto, no deja de sorprender el apoyo en redes sociales a las torturas a los presuntos terroristas o, qué duda cabe, a la desproporcionada venganza de Israel en Gaza. Comparecer acusado ante el juez en silla de ruedas, con una oreja cortada o con la cara hinchada a puñetazos es un viaje en el tiempo, que nos regresa a la época más oscura de la Inquisición, que deberíamos condenar sin matices. Porque el dolor y la empatía para con las víctimas no debería hacernos olvidar nunca la humanidad de los asesinos, por aberrantes que puedan parecernos sus actos. Como el horror de los atentados de Hamas no justificará nunca la ley del Talión sobre sus responsables y aún menos, si cabe, sobre inocentes.

Más complejo es el análisis de nuestras opiniones con respecto a las penas de prisión. El caso de Dani Alves en Barcelona, por ejemplo, ha evidenciado que, por mucho que hayamos leído Hamlet, nuestra idea de justicia sigue atrapada en la contradicción entre la ética del ojo por ojo bíblico y la del perdón evangélico que reclama mostrar la otra mejilla. Cuando un crimen nos horroriza, nuestra reacción inmediata es sacar el pañuelo y reclamar que “le corten la cabeza”, o “que se pudra en la cárcel”, sabido que el infierno ya no es lo que era.

Y eso que, en tiempos esperanzados como fueron los de los albores de nuestras democracias, los padres de las distintas constituciones se esmeraron en proteger los principios fundamentales ante los posibles abusos del Estado, muy especialmente en lo referido a la libertad: “Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas a la reeducación y la reinserción […] el condenado a penas de prisión que estuviere cumpliendo la misma gozará de los derechos fundamentales”, reza nuestra Constitución. Aunque no se ajuste a la víscera popular, nuestra norma convivencial consagra el principio de Concepción Arenal, según el cual, la sociedad buena odia el delito y compadece al delincuente.

No tengo ni la más remota idea sobre si los hombres torturados en Moscú o si Dani Alves son inocentes o culpables. Solo sé que las cosas son como son, y que un mal nunca se repara con otro. Es posible que los islamistas detenidos sean asesinos y que Alves cometiera un delito de violación. Deben pagar por ello. Dicho esto, ¿hasta cuándo merecerán el calificativo de terrorista o de agresor sexual? ¿Hasta el fin de los tiempos? De ser así, casi mejor matarlos, ¿no? Con los instrumentos que están a nuestro alcance, es importante reparar el dolor de las víctimas, pero también rehabilitar a sus agresores. Porque las sociedades, como las personas, cuando reparan y perdonan son mejores. O así lo creyeron los ilustrados.

QOSHE - Justicieros o ilustrados - Santi Vila
menu_open
Columnists Actual . Favourites . Archive
We use cookies to provide some features and experiences in QOSHE

More information  .  Close
Aa Aa Aa
- A +

Justicieros o ilustrados

6 0
03.04.2024

¿Qué clase de justicia es esta, en la que los hombres se adjudican el derecho a matar a sus iguales?, se preguntaba Cesare Beccaria en 1764, no sin antes haber desacreditado los azotes, las galeras y tantas otras torturas concebidas con intención disuasoria, al menos desde Carlos V. Dos siglos y medio más tarde, más de cincuenta países del mundo retienen tal castigo en sus códigos penales. De entre ellos, como es sabido, Estados Unidos, China, Emiratos Árabes o la propia Auto­ridad Palestina, tan idealizada por algunos, por cierto. En Europa solo Bielorrusia y Rusia la mantienen, aunque esta última la tiene en suspenso.

La pena de muerte persiste en muchos lugares, aunque su justificación moral y práctica hace tiempo que ha sido derrotada. Ni es aceptable matar a nadie ni su ejecución comporta reparación, ejemplaridad ni carácter disuasorio alguno. Entre otras cosas, porque no se conoce muerte de ningún asesino o violador que haya comportado la resurrección o sanación de las víctimas ni se ha acreditado tampoco que en los países donde se practica los índices delincuenciales sean inferiores a los de los abolicionistas. Así las cosas, no........

© La Vanguardia


Get it on Google Play