Campus universitario La Salle, Universitat Ramon Llull, 30 de noviembre de este año. Con los alumnos de Ingeniería de primero acabamos la lectura comentada de Defensa de Sócrates, de Platón. Como si de un viejo rapsoda se tratara, de pie sobre una silla, les leo la advertencia final del filósofo ateniense a sus jueces: “Es necesario que estéis esperanzados en cuanto a la muerte, y penséis esta sola verdad: que no hay ningún mal para el hombre bueno en la vida ni en la muerte, ni los dioses se desentienden nunca de su suerte”.

Alboroto general. Uno de los cachorros más eruditos cita Dorian Gray y pregunta a los cuatro vientos ¿por qué tenemos que morir? Otro apunta que, según los poshumanistas, el hombre o la mujer que solo podrán morir de accidente ya ha nacido. En el fondo del aula, uno de los chavales más listos e insolentes les replica automáticamente: “Si tuviera que escoger entre vivir eternamente o morir, ipso facto, justo ahora y aquí, no dudaría ni un segundo. ¡Nos vemos en ­el Hades”.

Yo, que soy un hombre moderno, es decir, un hombre de antes, activo toda mi inteligencia para combatir el nihilismo que detecto mayoritario.

–¿ Qué me estás diciendo? ¿Justo ahora, que apenas tienes 18 años recién cumplidos, crees que la vida no vale la pena de ser vivida? ¿Que cada día cuando nos levantamos no tenemos un nuevo camino por recorrer, que ya Kavafis nos deseó lleno de aventuras y aprendizajes? ¿Que ya con Heráclito aprendimos que nunca nos resultará repetido ni conocido, porque todo cambia? ¿Que los primeros en evolucionar somos nosotros mismos, porque Montaigne nos hizo ver que hay tanta distancia entre nosotros y los otros, como entre nosotros y nosotros mismos con el paso de los años? Y que eso tiene que ser saludado con alegría, porque nos predispone y hace posible recomenzar hasta la eternidad.

Silencio en el auditorio.

–¿ Cuántos de vosotros pensáis así?, les repregunto abrumado. La mayoría de los presentes levantan la mano y corroboran su preferencia fatí­dica, sin contempla­ciones.

Mis alumnos forman parte de la generación viral, la de los jóvenes que han vivido la adolescencia bajo el impacto del coronavirus que ha crecido en un mundo que transmite con velocidad la información y que los invita a la experiencia virtual, tan inmensa como intangible y solitaria. Infectados de futurofobia, su esperanza en la idea ilustrada del progreso es descriptible. Cómo tienen que creer en el futuro si las noticias que les llegan siempre son apocalípticas y sindémicas. Según les explican los sabios de la tribu, a la crisis de la pandemia le sucederán un montón de plagas, guerras y carestías, de políticos mentirosos y, aún peor, de crisis climáticas, que previsiblemente acabarán con el planeta. Mirado así, ¿por qué tendríamos que ­querer vivir eternamente? En sus padres, los de la generación X, me temo que estos jóvenes tampoco deben encontrar confort ni guía. Y es que los nacidos en la década de los ochenta no están para tirar cohetes.

Con el siglo XX y en especial con la caída del muro de Berlín y el hundimiento del sueño socialista, los humanos enterramos las utopías, la capacidad de soñar tozudamente un mundo mejor. Desde entonces, el nuestro es un camino que solo sabemos imaginar distópico. Nadie duda que cualquier tiempo por venir será peor. En un artículo reciente en Qüestions de la vida cristiana, el doctor Rocha Scarpetta localizaba más de 300 filmes distópicos en la historia del cine, que auguran el desastre que se nos viene encima. Cerca de 200, han aparecido desde el 2000.

Empapados de estos prejuicios, ¿ quién mínimamente sensato elige la opción de vivir­? A malas, quizá nos podríamos conformar engrasando el catálogo de las balsámicas adicciones al uso –recuerden que los españoles somos los campeones del Diazepam– o, directamente, como ha hecho el sinvergüenza de Joël Guerriau, drogando sin consentimiento a una amiga para poder tener mejor sexo. Como excusa, el senador francés ha argumentado que pasa problemas personales, entre ellos, la reciente muerte de su gato (sic). Si es así...

¡Me niego! La vida no se justifica por los objetivos que nos proponemos ni porque sea finita. Tampoco en ningún sitio está escrito que los tiempos que vendrán serán peores que los nuestros. Al contrario. La vida es un bien en sí mismo, que tenemos que reverenciar con libertad, haciendo uso de la razón y cuidando unos de otros. Quizá les parece poco. ¡A mí me parece increíble y ojalá que para siempre!

QOSHE - Tiempos distópicos - Santi Vila
menu_open
Columnists Actual . Favourites . Archive
We use cookies to provide some features and experiences in QOSHE

More information  .  Close
Aa Aa Aa
- A +

Tiempos distópicos

10 0
13.12.2023

Campus universitario La Salle, Universitat Ramon Llull, 30 de noviembre de este año. Con los alumnos de Ingeniería de primero acabamos la lectura comentada de Defensa de Sócrates, de Platón. Como si de un viejo rapsoda se tratara, de pie sobre una silla, les leo la advertencia final del filósofo ateniense a sus jueces: “Es necesario que estéis esperanzados en cuanto a la muerte, y penséis esta sola verdad: que no hay ningún mal para el hombre bueno en la vida ni en la muerte, ni los dioses se desentienden nunca de su suerte”.

Alboroto general. Uno de los cachorros más eruditos cita Dorian Gray y pregunta a los cuatro vientos ¿por qué tenemos que morir? Otro apunta que, según los poshumanistas, el hombre o la mujer que solo podrán morir de accidente ya ha nacido. En el fondo del aula, uno de los chavales más listos e insolentes les replica automáticamente: “Si tuviera que escoger entre vivir eternamente o morir, ipso facto, justo ahora y aquí, no dudaría ni un segundo. ¡Nos vemos en ­el Hades”.

Yo, que soy un hombre moderno, es decir, un hombre de antes, activo toda mi inteligencia para combatir el........

© La Vanguardia


Get it on Google Play