Para que las generaciones futuras no lo olviden, reza Isaías, en su salmo 56:5. Así justificó también la Kneset en 1953 la necesidad de dotar el recién nacido Estado de Israel de un complejo de museos y memoriales (Yad Vashem) a las afueras de Jerusalén, para honrar la memoria de los millones de ciudadanos judíos que perdieron su vida durante Holocausto. Para honrar su memoria y para que las generaciones siguientes nos comprometiéramos con un futuro marcado por la extensión de la democracia, la economía social de mercado y la paz mundial.

Mantener viva la memoria del Holocausto, de Hiroshima y de Vietnam debería habernos conjurado definitivamente a perseguir nuestras legítimas aspiraciones en un marco de paz y de respeto. Salta a la vista que no ha sido así y que, de nuevo, hemos acreditado que, para los humanos, los períodos de paz son la excepción, no la norma. No sé si olvidamos, lo que parece seguro es que no aprendemos. Y más paradójico, aquello que con el paso del tiempo nos parece aberrante, inconscientemente sigue inspirando nuestro quehacer cotidiano.

¿Cómo, si no, se entiende que juzguemos inadmisibles las excusas que en su día dio Adolf Eichmann para eludir su responsabilidad personal ante los crímenes del nazismo y que hoy aceptemos acríticamente la aplicación sistemática de la ley del talión en contra de inocentes por personas pretendidamente honradas? ¿O cómo podemos empatizar con el remordimiento del oficial Claude Eatherly cuando, en su inocencia culpable, pulsó el botón de la primera bomba nuclear y sin embargo flirteamos con renovadas razones de Estado que justifican utilizarla de nuevo?

Por mucha simpatía que muchos hayamos tenido siempre hacia la causa sionista y en especial hacia su logro de haber dotado por fin de un Estado a un pueblo que no lo tenía; por mucha compasión que sintamos ante el horror del atentado de Hamas del pasado 7 de octubre, la respuesta de Beniamin Netanyahu a este crimen atroz es tan desproporcionada que debe ser reprobada sin matices por cualquier ciudadano de buena fe. ¡No en nuestro nombre! Una respuesta bélica tan despiadada no puede ser aceptada por ninguna democracia avanzada y aún menos cuando esta se ensaña en civiles, simplemente culpables de haber nacido en Cisjordania o en Gaza, verdaderos valles de lágrimas de nuestro planeta.

Han pasado apenas cuatro meses desde que tuve la ocasión de estar unos días de vacaciones en Jerusalén y en Tel Aviv, dos ciudades dignas de admiración por el legado histórico, cultural y político que nos trasmiten, pero aún más, si cabe, por haber sido capaces de convertirse en enclaves de modernidad, libertades y progreso. Pasear por Jaffa Street en Jerusalén, dando la mano a mi marido; montar en sus tranvías o trenes ultramodernos y de alta velocidad, que unen las dos ciudades en apenas media hora, o dar un respetuoso paseo por la gran mezquita, por el muro de las Lamentaciones o por el Santo Sepulcro me resultaron experiencias emocionantes, la inequívoca confirmación que judíos, musulmanes y cristianos, al final y por encima de todo, somos simplemente humanos, unidos todos por los mismos miedos y esperanzas, que cada uno encarnamos desde nuestra particular tradición cultural y liturgia. Y que, con buenos gobiernos, incluso en Tierra Santa serían alcanzables.

“Paz” y “dos estados para dos pueblos” son el faro construido en su día en Oslo del que ni israelíes ni árabes ni la comunidad internacional tenían que haberse desviado nunca. Los intentos maliciosos de conseguir lo primero eludiendo lo segundo seguramente nos han llevado a esta situación trágica, que ya ha comportado más de 10.000 víctimas, qué importa de qué nacionalidad ni confesión.

Sin ir más lejos, hace unos días, un desconsolado hermano de la Salle residente en Cisjordania relataba en un acto académico los ataques y abusos sufridos en colegios cristianos en Belén, en Jerusalén y alrededores. Y es que como señaló con razón Noa en este periódico, “solo la alianza de los moderados nos devolverá la vida; todo lo demás es la muerte”. Como lo es el simplismo de las redes sociales, incapaces de trasladar las zonas grises, que nos son propias. Situaciones en el mundo que dan la razón a la cantante no faltan, como sabemos bien, estos días, también aquí en España. Y es que los hombres y mujeres de hoy, quizás no olvidemos, pero parece acreditada nuestra capacidad de recordar selectivamente.

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Yad Vashem

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15.11.2023

Para que las generaciones futuras no lo olviden, reza Isaías, en su salmo 56:5. Así justificó también la Kneset en 1953 la necesidad de dotar el recién nacido Estado de Israel de un complejo de museos y memoriales (Yad Vashem) a las afueras de Jerusalén, para honrar la memoria de los millones de ciudadanos judíos que perdieron su vida durante Holocausto. Para honrar su memoria y para que las generaciones siguientes nos comprometiéramos con un futuro marcado por la extensión de la democracia, la economía social de mercado y la paz mundial.

Mantener viva la memoria del Holocausto, de Hiroshima y de Vietnam debería habernos conjurado definitivamente a perseguir nuestras legítimas aspiraciones en un marco de paz y de respeto. Salta a la vista que no ha sido así y que, de nuevo, hemos acreditado que, para los humanos, los períodos de paz son la excepción, no la norma. No sé si olvidamos, lo que parece seguro es que no aprendemos. Y más paradójico, aquello que con el paso del tiempo nos parece aberrante, inconscientemente sigue inspirando nuestro quehacer cotidiano.

¿Cómo, si no, se........

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