La muerte del preso de conciencia Aléksei Navalni nos muestra, una vez más, la extrema crueldad y la aplastante capacidad destructora del régimen de Putin. Navalni tenía 47 años, deja dos hijos y una vida de activismo y evolución política, desde las posiciones nacionalistas iniciales hasta, a medida que iba recibiendo los golpes del sistema, la defensa de las libertades civiles, la denuncia de la corrupción y el combate contra el autoritarismo. Las posibilidades de que las circunstancias de su muerte se investiguen de manera imparcial parecen remotas. Lo que sí es conocido es el periplo de amenazas, hostigamiento, encarcelamientos, acusaciones sesgadas, juicios carentes de toda garantía y tratos crueles, inhumanos y degradantes que ha sufrido Navalni por su actividad política y por encabezar la Fundación Anticorrupción, todo ello seguido de su intento de asesinato mediante envenenamiento, el 20 de agosto de 2020, y la detención, nada más regresar a Rusia, el 17 de enero de 2021. La impunidad radical con la que actúa Putin y la ausencia de límite alguno en el zarpazo del poder, hacían perfectamente plausible un final trágico como éste.

El alcance de la represión en Rusia no deja espacio alguno para cualquier voz disonante o independiente. El arresto de manifestantes, la prohibición de asociaciones, el cierre de medios de comunicación la criminalización de la libre expresión y el encarcelamiento de líderes sociales y políticos, o de cualquier persona que desde otros ámbitos (incluido el artístico) formule su crítica frente a las autoridades, se ha convertido en una constante, estableciendo un sistema con todas las trazas del totalitarismo, incluyendo el culto a la personalidad del presidente Putin.

Algunos de los casos más recientes son paradigmáticos de la dimensión represiva frente a cualquier atisbo de crítica, que alcanza también a intelectuales y creadores. Por ejemplo, el escritor Boris Akunin, que reside fuera de Rusia desde 2014, se encuentra incluido entre la lista de «terroristas y extremistas» que elaboran las autoridades rusas. Desde el mes de diciembre de 2023 se le acusa de dos delitos tipificados en el Código Penal ruso, como «justificar el terrorismo» y «difundir deliberadamente información falsa sobre las Fuerzas Armadas», todo ello en razón de su oposición a la agresión frente a Ucrania. Sus libros han dejado de estar a la venta, se ha retirado del Teatro Gubernsky de Moscú una obra suya y la única editorial que seguía colaborando con él (Editorial Zakharov) ha sido objeto de un registro policial.

Manifestación este domingo en recuerdo de Navalni en Berlín. DPA vía Europa Press | EUROPAPRESS

Igualmente, el sociólogo ruso Boris Kagarlitsky ha sido condenado, el pasado 13 de febrero, a cinco años de prisión por «justificación del terrorismo», a causa de comentarios publicados relativos al ataque al puente de Crimea en octubre de 2022, y, en última instancia, por su postura crítica contra las políticas del gobierno.

La artista y compositora Aleksandra Skochilenko, a su vez, fue condenada el 16 de noviembre de 2023 a siete años de cárcel, por el delito de «difundir deliberadamente información falsa sobre las Fuerzas Armadas», por una acción simbólica de protesta frente a la guerra, consistente en sustituir etiquetas de precios en un supermercado con informaciones sobre ataques a la población civil en Ucrania.

Son tres de los casos recientes, denunciados por Amnistía Internacional, de esta fiebre punitiva frente a quien ose desafiar el discurso público del poder putiniano. La lista de personas perseguidas, hostigadas y encarceladas por cualquier postura crítica o simplemente por contradecir la versión oficial de cuestiones actuales o históricas es extensa, y, entre otros muchos casos, incluye al historiador Yuri Dmitriev (15 años de prisión por investigar el gulag) a Vladimir Kara-Muza (activista de Derechos Humanos condenado a 25 años de cárcel, y dos veces objeto de intentos de envenenamiento), Ilya Yashin (ocho y años medio de cárcel por denunciar los crímenes de guerra), Alexéi Gorinov (siete años de cárcel por denunciar la muerte de civiles en el conflicto), Ksenia Faadeva (nueve años de prisión, a causa de su colaboración con Navalni) o Iván Safronov (22 años de cárcel por sus informaciones periodísticas).

Suele argumentarse, un tanto cínicamente, que el peso de la historia rusa, la ausencia de reconocimiento y práctica de las libertades desde los siglos de imperio absolutista y feudal a la época soviética, han hecho inviable el arraigo y florecimiento de los derechos civiles en un país donde el común de las personas ha aprendido que sólo el silencio (y a veces, ni eso) permite salvar el pescuezo. Muchas voces valientes como las citadas, sin embargo, demuestran que no hay ningún determinismo inherente a la condición nacional rusa que así lo prescriba. Es algo desgraciadamente más universal y repetido, como la práctica institucionalizada de la opresión y sus tentáculos, el miedo cerval que infunde y su implacable actuación, lo que tiene la capacidad de sofocar las aspiraciones de libertad y lo que instaura en la población la sumisión como estrategia de supervivencia.

En el caso de la Rusia de Putin, su longevidad en el poder nos ha permitido contemplar la escalada en la construcción de la autocracia, y la eficacia en la supresión de cualquier pequeño espacio de libertad. Una dinámica, acelerada en los últimos años, que ha ido pareja al nacionalismo de Estado, la agresividad en la política exterior, el control o intimidación de sus vecinos, y la agresión directa a quien se resiste. Hasta el punto de que cualquiera de las pesadillas que nos podamos imaginar está dentro de las hipótesis factibles, sobre todo si el devenir de la guerra en Ucrania le resulta favorable. Por ejemplo, un ataque, bajo el pretexto de respaldar a la población rusófona, a la amenazada Moldavia o a los países bálticos, a los que reiteradamente trata de amedrentar (incluso poniendo en busca y captura a la primera ministra de Estonia). Un ejemplo más de que la tiranía, su violencia intrínseca y la guerra permanente suelen ir de la mano. Todos estos años en que asumíamos su amenaza como parte del paisaje, y la inacción consiguiente, nos han dejado casi en la indefensión, cuando ya no es sólo un riesgo para la paz, sino una poderosa maquinaria de guerra y devastación en marcha, con efectos letales en la vertiente interna y externa. La desactivación de este peligro parece casi imposible, a menos que ocurra un milagro. Portento que no vendrá auspiciado, por la Iglesia ortodoxa que bendice a Putin, precisamente; pero sí quizá por la capacidad de resistencia, tanto dentro como fuera de Rusia.

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20.02.2024

La muerte del preso de conciencia Aléksei Navalni nos muestra, una vez más, la extrema crueldad y la aplastante capacidad destructora del régimen de Putin. Navalni tenía 47 años, deja dos hijos y una vida de activismo y evolución política, desde las posiciones nacionalistas iniciales hasta, a medida que iba recibiendo los golpes del sistema, la defensa de las libertades civiles, la denuncia de la corrupción y el combate contra el autoritarismo. Las posibilidades de que las circunstancias de su muerte se investiguen de manera imparcial parecen remotas. Lo que sí es conocido es el periplo de amenazas, hostigamiento, encarcelamientos, acusaciones sesgadas, juicios carentes de toda garantía y tratos crueles, inhumanos y degradantes que ha sufrido Navalni por su actividad política y por encabezar la Fundación Anticorrupción, todo ello seguido de su intento de asesinato mediante envenenamiento, el 20 de agosto de 2020, y la detención, nada más regresar a Rusia, el 17 de enero de 2021. La impunidad radical con la que actúa Putin y la ausencia de límite alguno en el zarpazo del poder, hacían perfectamente plausible un final trágico como éste.

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