Nunca había tenido problemas de visión, o eso creía, pero le gustaron las gafas de aquel mercadillo callejero. ¿A quién habrían pertenecido? ¿Cómo habían ido a parar ahí? Se las probó y echó un vistazo a su alrededor. Los otros objetos antiguos desplegados frente a él (cafeteras, una máquina de coser, un viejo quinqué) parecían más limpios y brillantes que minutos antes, hasta podrían ser nuevos. Levantó la vista: todo (casas, coches, farolas, árboles) tenía ahora una nitidez inusual, como si alguien les hubiera dibujado el contorno. Regateó un poco el precio, pagó y se fue con las gafas puestas.

De camino a casa, al pararse a comprar el periódico, le pareció que en la sonrisa del quiosquero (hola, Paco, ¡nuevo look, eh!), se escondía una leve mueca de burla que no había visto nunca. En la tahona, el panadero, que era su amigo de la infancia, siempre le hacía el favor de guardarle una barra (quemada). Por primera vez, al pagarle, pensó que detrás de aquel gesto cotidiano lleno de generosidad, también había un «je, ya te volví a colar la barra que nadie quiere».

Nada más entrar en casa, salió su hija adolescente a su encuentro. Le dio un beso, le dijo que estaba muy guapo con esas gafas y, acto seguido, le pidió la paga y un poquito más para una falda que me quiero comprar, papi, es que es muy chula. Sin pensarlo dos veces, él sacó un billete de cincuenta euros y se lo extendió. A una hija tan cariñosa, ¿cómo le iba a negar un capricho? Pero según avanzaba por el pasillo, el beso le supo amargo, como cuando te ponen un limón podrido en el gin-tonic. Tuvo que limpiarse los labios con un pañuelo.

Su mujer ya estaba en el comedor. Le había hecho cocido y estaba muy arreglada, con un vestido nuevo de color gris perla. El cocido estaba de chuparse los dedos, y la sopa, para qué hablar. Pero en los postres ella le anunció que no podía ayudarle a limpiar el trastero hoy, tal y como habían planeado, porque le había surgido un encuentro con amigas y se tenía que ir ya. Él no se enfadó, ni le reprochó nada, solo pensó que con ese vestido gris parecía un hipopótamo.

Se sentó en el sillón de orejas y al rato se quedó dormido. La tristeza le despertó. La tristeza, no el desconsuelo, y la intuición de haber desentrañado un misterio. Era hora de volver a trabajar, así que se puso en pie y se encaminó a la puerta. Con el pomo en la mano, se detuvo. Por primera vez en todo el día, le pareció que se mareaba un poco. ¿Serían las gafas? Siempre había escuchado que no era bueno andar con una graduación que no fuera la propia. Así que se las quitó, las dejó en la consola y salió. Al fin y al cabo, él nunca había tenido problemas de visión.

QOSHE - Problemas de visión - Cristina Sánchez-Andrade
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Problemas de visión

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21.02.2024

Nunca había tenido problemas de visión, o eso creía, pero le gustaron las gafas de aquel mercadillo callejero. ¿A quién habrían pertenecido? ¿Cómo habían ido a parar ahí? Se las probó y echó un vistazo a su alrededor. Los otros objetos antiguos desplegados frente a él (cafeteras, una máquina de coser, un viejo quinqué) parecían más limpios y brillantes que minutos antes, hasta podrían ser nuevos. Levantó la vista: todo (casas, coches, farolas, árboles) tenía ahora una nitidez inusual, como si alguien les hubiera dibujado el contorno. Regateó un poco el precio, pagó y se fue con las gafas puestas.

De camino a casa, al pararse a comprar el periódico, le........

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