Fue Marx —y no Fraga Iribarne— el que, tratando de explicar la evolución de las formas políticas, desde las sociedades primitivas hasta la utopía comunista, calificó como «imperios del agua» a los despotismos orientales —desde Persia a Egipto—, a los que se atribuye, entre otras cosas, la invención de la agricultura, de las ciudades, de la ganadería y de las tecnocracias centralizadas. Marx, que cuando apuntaba con tranquilidad nunca marraba el tiro, se dio cuenta de que lo que hoy llamamos civilización empezó con la domesticación del agua, sin la cual sería imposible el mundo de los últimos cuatro milenios.

Dos mil años después de los primeros sátrapas, fueron los romanos los que llevaron el agua a las sociedades esclavistas —Grecia y Roma—, que, bajo esta paradójica denominación, fueron las inventoras de la democracia (los griegos) y de la contradictoria polis universal (los romanos), que siempre tuvieron claro que el agua daba principio y estabilidad a las sociedades avanzadas. Y fue esta visión tan sencilla, consistente en decir que el agua nace donde quiere pero se conduce hasta donde es necesaria, la que movió el mundo hasta la muerte de Franco y la fundación de la Unión Europea —a mediados del siglo XX—, momento en que, partiendo de un fundamentalismo ecológico dogmático rayano en el absurdo, se llegó a la conclusión de que el hombre lo domina todo, y todo lo embrida, menos el agua, cuya utilidad depende de los frentes húmedos que entran por el Noroeste y de los cauces generados por las escorrentías y los ríos que cada tribu, cada taifa y cada nacionalismo debe usar bajo la caprichosa decisión de Dios bendito y de la Virgen de la Cueva.

Y ahí está la razón por la cual Cataluña, que está al final de la cuenca del Ebro, la más lluviosa de España, está pasando sed. Porque, en orden a evitar el crecimiento de los reservorios y los intercambios entre cuencas, nos metimos en el disparate de desalar el agua en Cartagena, a precio de oro y con graves impactos ambientales, para llevarla en barcos a Cataluña, esa envanecida nación que, ocupada desde hace dos decenios en construir un imperio de sangre pura y lingüísticamente soberano, no pudo ver cómo y por qué se vaciaban sus embalses, ni de dónde podría venir el agua que necesita y no tiene.

Nos pasamos cuarenta años haciendo mofa y befa de los pantanos de Franco, sin tiempo para pensar que la modernidad de España empezó por ahí y que, gracias a aquellos magníficos ingenieros que domesticaron los ríos, fue posible desarrollar la costa mediterránea tal y como hoy la vemos y celebramos. Pero llegaron los yuppies, decretaron que el agua solo la pueden mover los dioses y las autonomías, y España camina hacia un secarral de muy negras perspectivas. Pero el poder político no tiene tiempo para estas fruslerías, porque está empeñado en secesiones y amnistías. Y los ciudadanos debemos mantener la boca cerrada y libre de moscas. Porque «sarna con gusto no pica», y porque esto es —seamos sinceros— lo que hemos elegido.

QOSHE - Bailándole el agua a Cataluña - Xosé Luís Barreiro Rivas
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Bailándole el agua a Cataluña

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08.02.2024

Fue Marx —y no Fraga Iribarne— el que, tratando de explicar la evolución de las formas políticas, desde las sociedades primitivas hasta la utopía comunista, calificó como «imperios del agua» a los despotismos orientales —desde Persia a Egipto—, a los que se atribuye, entre otras cosas, la invención de la agricultura, de las ciudades, de la ganadería y de las tecnocracias centralizadas. Marx, que cuando apuntaba con tranquilidad nunca marraba el tiro, se dio cuenta de que lo que hoy llamamos civilización empezó con la domesticación del agua, sin la cual sería imposible el mundo de los últimos cuatro milenios.

Dos mil años después de los primeros sátrapas, fueron los romanos los que llevaron el agua a las sociedades esclavistas —Grecia y........

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