En los últimos tres años, a una media de tres artículos por semana, habré escrito unas 198 veces sobre la «degradación de la política», que, más que ser un augurio, era una advertencia de algo casi imperceptible, pero real, define la política española en su más cruda realidad. Insistí mucho en ello, pero no lo suficiente, porque ahora tengo que reconocer que, una vez más, me he quedado muy corto en mis previsiones, ya que en ningún caso pude imaginar que el macarrismo, la zafiedad, la banalidad, la agresividad y la estupidez hiciesen del Congreso de los Diputados una institución inútil y barriobajera que enseña en cada una de sus sesiones la peor cara de nuestra debilitada democracia.

No faltará quien diga que «la degradación ha venido y nadie sabe cómo ha sido». Pero, ante la necesidad de diagnosticar y combatir los males que genera, no nos queda más remedio que admitir que, aunque todos los protagonistas de esta tragedia deben asumir su parte de responsabilidad, la causa fundamental de este desatino hay que buscarla en el tipo de mayorías escogidas para gobernar; en la confrontación de bloques irreconciliables que dicho modelo impone; en la necesidad de buscar un lenguaje apropiado para tanta mentira y ruindad, sobre las que se amasan los pactos contra natura que envenenan nuestra degradada política, y en las confrontaciones a cara de perro que convierten el Congreso de los Diputados en una trifulca desvergonzada.

El resultado es que España está gobernada por sus más acérrimos enemigos; se alteran las leyes y se arman las amnistías al dictado y conveniencia de separatistas y fulleros de toda condición; se aparcan los Presupuestos para que no constituyan una prueba de la deslealtad y la chapucería que tensionan las alianzas; se priman las grescas personales, con derivas amicales y familiares, y se evita el serio debate sobre los problemas más graves y urgentes del país, y se descuajeringa sin piedad todo cuanto de racionalidad, consenso, costumbres y buen hacer tenía el sistema democrático de la Transición.

La noticia de estos días es que Puigdemont, el prófugo de la justicia, que generó la grave confrontación catalana, que administra el chantaje sobre el que se compactan las mayorías, y que impone el relato de un Estado corrompido que arrasó con las libertades de Cataluña, se ha convertido en el personaje central de un período electoral en el que España solo puede perder, porque gana Puigdemont y le atenaza la garganta; o sufrir una derrota, porque fracasa Puigdemont y activa el caos político nacional que determina la vida del país.

Esta es la política que hay y de la que tenemos que hablar. Y para eso, me temo, no hay más lenguaje, más honor ni más inteligencia que la que usan nuestros diputados en las trifulcas que tienen que atender. La política se ha degradado, y con ella se degradan también las personas que la practican, las instituciones que la sirven, el sistema mediático que nos informa, y los ciudadanos que la sufrimos. Y así, paseniño, se asfixia la democracia.

QOSHE - Un Congreso tabernario e insufrible - Xosé Luís Barreiro Rivas
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Un Congreso tabernario e insufrible

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23.03.2024

En los últimos tres años, a una media de tres artículos por semana, habré escrito unas 198 veces sobre la «degradación de la política», que, más que ser un augurio, era una advertencia de algo casi imperceptible, pero real, define la política española en su más cruda realidad. Insistí mucho en ello, pero no lo suficiente, porque ahora tengo que reconocer que, una vez más, me he quedado muy corto en mis previsiones, ya que en ningún caso pude imaginar que el macarrismo, la zafiedad, la banalidad, la agresividad y la estupidez hiciesen del Congreso de los Diputados una institución inútil y barriobajera que enseña en cada una de sus sesiones la peor cara de nuestra debilitada democracia.

No faltará quien diga que «la degradación........

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