El pensamiento es disperso. Ocupados, aquí y allá, olvidamos la esencialidad de la vida. Confiados como estamos, respiramos por inercia. Y parpadeamos y salivamos. No somos conscientes de lo fácil con que todo se rompe. No lo esperamos, siempre nos coge desprevenidos. En un instante, el mundo se detiene, se fractura, se desmiembra. Y ahí ya nada importa y volvemos a lo esencial. Sentimos los latidos, tragamos con dificultad, cerramos los ojos y pensamos la oscuridad. Mi madre murió un jueves por la tarde. Había decidido quedarme a trabajar en la oficina para coordinarme mejor con mis compañeros y aumentar la productividad. Una llamada lo paró todo. Introdujo lo esencial, se cargó las urgencias, a hacer puñetas la nauseabunda productividad. Corrimos y esperamos. Entramos y la acompañamos. La abrazamos y la besamos. La sentimos ir. Todos sufrimos pérdidas pero tengo la sensación de que este planeta se divide entre aquellos que hemos visto marchar a la madre y los que todavía no. Hablan (hablamos) un lenguaje diferente, lleno de matices, libre de ciertas trivialidades bisoñas. El mundo se descubre entonces injusto y cruel. Crecer es asumir. No me atrevo a escribir a lo único que puede ser asimilable.

Vivimos acechados por nimiedades que se creen capitales. Entre apremios y premuras, olvidamos lo volátil de la vida y secundamos lo personal e intransferible. El día a día es un automatismo inconsciente, un paso de las horas insustancial. Nos obliga, más que el pan que comemos, nuestra autoimposición de utilidad, nuestra pretensión de transcendencia. Pero todo se rompe en un instante, de repente se fractura el mundo. Y es entonces cuando ya es tarde para casi todo. Buscas acumular detalles y lanzar las palabras correctas. Pretendes concentrar lo que ha faltado antes. Tarde. Quizá deberíamos normalizar el debate (interno y externo) sobre la pérdida para aportar consciencia a nuestra vida y, con ella, valorar lo que tenemos y a menudo olvidamos. Pero debemos hacerlo si el recurso sirve para activarnos y no para deprimirnos porque la vida es jodida y no todos precisamos de reflexiones sobre un momento cruel. Es un fenómeno de contrastes, de luces y sombres.

Pensamos, en ocasiones pensamos. No parece complicado. Parar, agilizar, centrarse en las cosas realmente importantes. En la familia, en ella y en él, en los amigos, en pasear, en leer. Quizá es momento de intentar demostrar a los que todavía están y dejar de responder ante aquel o aquella que se fue. De convertirnos en quienes siempre quisimos ser y disfrutar la autenticidad con los nuestros.

Lo intentamos cuando padecemos una pérdida quizá como consecuencia del duelo pero el mundo se impone. No se detiene, continúa su rumbo. Exigimos una tregua, pedimos por favor una oración colectiva, pero no, el mundo palpita frenético ya sin el olor posible del regazo de mamá. Aturdidos, nos desorientamos. Quedamos sin guía, también sin ambición de querer estar. A veces durante unos días, a veces para siempre. «Después» es un concepto amplio. La palabra puede recoger un espacio de tiempo minúsculo o la eternidad completa. Pero sí, es después, sin concreción y sin saber tampoco cómo ni por qué, cuando prorrumpe una nueva necesidad y una nueva exigencia. Y seguimos, cuando nos damos cuenta hemos arrancado de nuevo. Seguimos respirando un ambiente reemplazable, ya sin lo irremplazable, intentando saber cómo relacionarnos con la ausencia. Todo continúa igual a pesar de que todo ha cambiado para siempre. El mundo sigue a pesar de que nuestro mundo ha muerto en parte. Y cuando volvemos a pensar, llevamos años con el piloto automático. Inconscientes, robóticos. Y la vida pasa. Y ya no sabes si quizá la vida es eso. Lejos de idealismos, apagados los sentimentalismos. La vida es anhelo. De lo que se fue y de lo que nunca llegó a ser.

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La vida es anhelo

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13.02.2024

El pensamiento es disperso. Ocupados, aquí y allá, olvidamos la esencialidad de la vida. Confiados como estamos, respiramos por inercia. Y parpadeamos y salivamos. No somos conscientes de lo fácil con que todo se rompe. No lo esperamos, siempre nos coge desprevenidos. En un instante, el mundo se detiene, se fractura, se desmiembra. Y ahí ya nada importa y volvemos a lo esencial. Sentimos los latidos, tragamos con dificultad, cerramos los ojos y pensamos la oscuridad. Mi madre murió un jueves por la tarde. Había decidido quedarme a trabajar en la oficina para coordinarme mejor con mis compañeros y aumentar la productividad. Una llamada lo paró todo. Introdujo lo esencial, se cargó las urgencias, a hacer puñetas la nauseabunda productividad. Corrimos y esperamos. Entramos y la acompañamos. La abrazamos y la besamos. La sentimos ir. Todos sufrimos pérdidas pero tengo la sensación de que este planeta se divide entre aquellos que hemos visto marchar a........

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