Enero de 2014. Hace exactamente diez años en un teatro del madrileño Lavapiés tuvo lugar el acto oficial que dio lugar al nacimiento de un nuevo partido político, Podemos. Un barrio popular, Lavapiés, reorientado hacia la cultura escénica y artística, incluso dadaísta, resultó ser el marco mitológico ideal para este ensayo político que estuvo cerca de modificar por completo el ámbito de la izquierda democrática española.

La explicación al parto que dieron sus padres ideológicos se relacionaba con las consecuencias derivadas del Movimiento 15M, o sea, la acampada de los jóvenes indignados en la Puerta del Sol durante la primavera de 2011 que se extendió a diversas ciudades españolas, incluida la plaza del Ayuntamiento de Valencia. Una singularísima e inesperada agitación básicamente generacional que recordaba, en la lejanía, al Mayo francés del 68 o a los encierros de protesta de los universitarios antifranquistas de los 70. Una juventud más o menos difuminada en el sistema que ansiaba vivir experiencias revolucionarias light como las que sus padres o abuelos les narraban a menudo.

En realidad, el 15M fue la oportunidad más que la causa. Mucho antes, jóvenes nacidos y criados en democracia, hijos de la catarsis integradora que el populismo franquista había creado ya en el país a raíz de la llegada de la tecnocracia, se organizaban en torno a modelos de la izquierda clásica, ciertamente arcaicos. Ya no era la efervescencia de la transición, cuando hasta la anarquista FAI intentó participar en el orden electoral naciente.

Los votos reales habían cribado a mucha gente durante los primeros comicios democráticos, entre 1977 y 1979. La supuesta extrema izquierda, sin acceso a la política real, deambulaba por las calles instalando mesas petitorias o mercadillos de libros ciclostilados sobre la pervivencia intelectual de Carlos Marx o Mao Tse-Tung (o Zedong, como quieran transliterar). Hasta que las inversiones universitarias se multiplicaron y una hornada de jóvenes diligentes encontró acomodo laboral en los nuevos departamentos. Florecieron entonces «cien escuelas de pensamiento».

Pasó el felipismo, maltratado por la izquierda ortodoxa –la película de Juan Antonio Bardem, Resultado final, con Mar Flores, es el epítome del furibundo ataque del comunismo de fondo a la nueva socialdemocracia. Estamos en 1997 y unos pocos años antes, en el 93, varios profesores de Derecho, Roberto Viciano o Rubén Martínez Dalmau, crearán en Valencia el Centro de Estudios Políticos y Sociales (CEPS), una fundación que terminará siendo determinante en la estrategia ulterior de Podemos y que a través de su estructura conseguirá trabajos de asesoramiento en Latinoamérica, desde que el neoindigenismo de finales de los 90 suplantara a la izquierda guerrillera guevarista.

Además del CEPS valenciano, en torno a la Complutense de Madrid, en especial en sus facultades de Políticas y Filosofía, irá surgiendo un núcleo de jóvenes con formación académica pero de espíritu inquieto. Filósofos como Santiago Alba (quien llegó a firmar guiones para el programa infantil La bola de cristal), Luis Alegre o Germán Cano (el más sólido de todos ellos) ayudarán a conformar el corpus teórico del que se alimentarán Pablo Iglesias e Íñigo Errejón, ambos doctorandos de Heriberto Cairo, decano de la facultad de Ciencias Políticas. Allí se encontrarán con Juan Carlos Monedero, quien viene de ampliar estudios en Heidelberg y de participar en la política institucional como asesor de Gaspar Llamazares en el comunismo reformado que abandera Izquierda Unida.

Esos y otros muchos elementos conformaron los antecedentes del acto fundacional de Lavapiés. Una confluencia de personajes y épocas que se propulsarán gracias, eso sí, al 15M. El objetivo a partir de ese momento pasa por hacerse con la hegemonía del discurso, un mix entre el pensamiento reconocible de Antonio Gramsci y del argentino Ernesto Laclau, que añade a la izquierda de raíz marxista una parte de sociología de la «superestructura» de la comunicación y otra de psicoanálisis sobre los roles sociales y las minorías.

El cóctel no es explosivo sino confuso. De tal suerte que Podemos, bajo el liderazgo mediático indiscutible de Pablo Iglesias –un orador televisivo brillante que se ha entrenado en su propio canal y en la moda tertuliana de la Sexta–, no ha terminado nunca de aclarar cuestiones fundamentales. Su simbología ha sido tradicional, desde levantar el puño a cantar con resabio L’estaca de Llach o tocarse con la kufiya palestina… y a la vez puesta al día con la uve de la victoria, la referencia al We Can de Obama o los círculos sobre el fondo violeta feminista.

El motor del nacimiento de Podemos se dijo que fue «la indignación que da paso a la acción política», aunque de modo más integrado que apocalíptico. Los deseos teóricos de una democracia radical según las teorías de Laclau concurrían con la idea de la hegemonía, no ya de la clase popular, sino del propio grupo dirigente, del que fueron cayendo fichas hasta quedar reducidas al entorno personal de Iglesias. Al involucrar a su propia familia en el proyecto y cometer el craso error de la compra de un chalet aburguesado en la sierra, perdió buena parte del crédito ante la opinión publicada. Ya era vulnerable.

Su nueva gramática política tomaba recursos retóricos de aquí y de allá («asaltar los cielos», de Marx; «la verdad es siempre revolucionaria» de Lenin y más tarde de Georges Orwell; o aquella de Gramsci: «lo viejo no acaba de morir mientras lo nuevo no acaba de nacer»), aunque el asunto por donde se desangra hasta quedar en estado crítico ha sido la incapacidad de Podemos para articular el programa territorial español, en verdad complejo pero que ha terminado por desahuciar a la joven guardia de la Complutense madrileña. De los Comunes a Más Madrid, de Compromís a las Mareas Galegas, incluso del andalucismo anticapitalista del Kichi González y Teresa Rodríguez…, a Pablo Iglesias le han ido creciendo los enanos y las contradicciones periféricas. Nadie les dijo que sería fácil y que competían contra otro partido de vocación hegemónica con ciento y pico años de tradición y una larga lista de clientes y amigos. Lo realmente revolucionario era, en verdad, la coleta de Pablo Iglesias, la fuerza de lo simbólico, de la que está plagada la Historia.

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Podemos llega con lo justo a la década

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21.01.2024

Enero de 2014. Hace exactamente diez años en un teatro del madrileño Lavapiés tuvo lugar el acto oficial que dio lugar al nacimiento de un nuevo partido político, Podemos. Un barrio popular, Lavapiés, reorientado hacia la cultura escénica y artística, incluso dadaísta, resultó ser el marco mitológico ideal para este ensayo político que estuvo cerca de modificar por completo el ámbito de la izquierda democrática española.

La explicación al parto que dieron sus padres ideológicos se relacionaba con las consecuencias derivadas del Movimiento 15M, o sea, la acampada de los jóvenes indignados en la Puerta del Sol durante la primavera de 2011 que se extendió a diversas ciudades españolas, incluida la plaza del Ayuntamiento de Valencia. Una singularísima e inesperada agitación básicamente generacional que recordaba, en la lejanía, al Mayo francés del 68 o a los encierros de protesta de los universitarios antifranquistas de los 70. Una juventud más o menos difuminada en el sistema que ansiaba vivir experiencias revolucionarias light como las que sus padres o abuelos les narraban a menudo.

En realidad, el 15M fue la oportunidad más que la causa. Mucho antes, jóvenes nacidos y criados en democracia, hijos de la catarsis integradora que el populismo franquista había creado ya en el país a raíz de la llegada de la tecnocracia, se organizaban en torno a modelos de la izquierda clásica, ciertamente arcaicos. Ya no era la efervescencia de la transición, cuando hasta la anarquista FAI intentó participar en el orden electoral naciente.

Los votos reales........

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