En las primarias republicanas de 1968, Kissinger apostó por la opción moderada de Nelson Rockefeller. Derrotado por Nixon, no tenía sentido que éste pensara en él para ayudarle a dirigir la política exterior estadounidense. El nuevo presidente tenía fama de anticomunista feroz. Kissinger en cambio era partidario de poner fin de la manera más honorable a la guerra del Vietnam y de llegar a un entendimiento con los soviéticos para encontrar un modus vivendi que disminuyera en lo posible la probabilidad de una guerra nuclear. Nixon, desdeñando sus instintos, sabía que Kissinger tenía razón. Como tantas veces pasa en política, cuando un país tiene que hacer algo que genera mucha resistencia, la mejor forma de evitarla es que la haga quien más se opuso a ella. (Salvando todas las distancias, es lo que Felipe González hizo aquí con la OTAN). El acerado anticomunista Nixon era el presidente ideal para poner fin a la guerra y llegar a un acuerdo de desarme con los soviéticos. Y Kissinger era el asesor perfecto para conseguirlo. No sólo porque creía en el objetivo, sino sobre todo porque sabía que con buenas palabras los comunistas nunca se sentarían a la mesa de negociación. Nixon y Kissinger apretaron las clavijas hasta que Moscú vio más ventajas en firmar acuerdos que seguir sufriendo derrotas en Oriente Medio y América Latina. Bréznev se convenció de que era mejor parar, consolidar lo que tenía y renunciar por el momento a ir más allá.

De esa manera, Kissinger consiguió que los soviéticos firmaran su sentencia de muerte. Desde los tiempos de Lenin, los bolcheviques sabían que sólo sobrevivirían si eran capaces de propagar la revolución mundial. Cuando vieron que ésta no se difundía inmediatamente como creyeron que ocurriría, se atrincheraron y se propusieron poner todos los medios para que el mundo hiciera lo que parecía que no sabía que tenía que hacer: convertirse todo él al comunismo, por las buenas o por las malas. Toda la política exterior de la URSS estuvo dirigida a este objetivo, aunque con tácticas diferentes. Hasta que llegaron Nixon y Kissinger, que les obligaron a aceptar una tregua si no querían ser derrotados del todo.

Luego, llegó la puntilla, que fue la alianza antisoviética con China. Evidentemente no se presentó así, pero en Moscú sabían muy bien el significado del viaje de Nixon a Pekín. Llevaban años tratando de disciplinar a Mao y someterlo. Cuando el chino vio lo que los rusos hicieron en Checoslovaquia en 1968, decidió que a él no le pasaría lo mismo y que los únicos que podían ayudarle a evitarlo eran los norteamericanos. La oportunidad llegó, pues, de Pekín, aunque es cierto que Nixon y Kissinger estaban de acuerdo en la necesidad de incorporar a China al concierto internacional. Esto es lo que hizo que aguzaran el oído cuando Pekín empezó a enviar mensajes encriptados con sutil verborrea diplomática. Cuando Nixon viajó a Pekín, la guerra fría quedó sentenciada. Las medallas fueron para Reagan, pero los verdaderos vencedores, los que desembarcaron en Normandía, aunque no desfilaran en París, fueron Nixon y Kissinger. Es verdad que la implosión de la URSS no acabó con el comunismo, como muy bien sabemos en España, pero al menos la terrible amenaza que para la libertad supuso la Unión Soviética y la fuente de financiación que para los enemigos de la libertad suponía, estuvo liquidada. El precio que pagaron aquellos dos hombres fue la supervivencia de China como gigante comunista. Tiene que pasar más tiempo para saber si mereció o no la pena.

Hoy dirán que Kissinger era un desalmado que respaldó crueles dictaduras fascistas en América Latina, que bombardeó Camboya, un país neutral, de forma inmisericorde, que puso el poder de los Estados Unidos a disposición de Israel en contra del pueblo palestino y mil pecados más. Que todo eso fuera necesario para derrotar a la URSS es discutible. Lo que no es discutible es que, junto con Nixon, es una de la media docena de personas que más hicieron por librar al mundo de la amenaza soviética. No es hazaña pequeña. Y por eso, tantos comunistas que todavía quedan y muchos buenistas que se dejan seducir por ellos pondrán hoy a caldo al judío huido de la Alemania nazi aprovechando el momento de su fallecimiento. La verdad es que los amantes de la libertad le debemos mucho. Y así deberíamos reconocérselo.

QOSHE - El idealista bien informado - Emilio Campmany
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El idealista bien informado

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30.11.2023

En las primarias republicanas de 1968, Kissinger apostó por la opción moderada de Nelson Rockefeller. Derrotado por Nixon, no tenía sentido que éste pensara en él para ayudarle a dirigir la política exterior estadounidense. El nuevo presidente tenía fama de anticomunista feroz. Kissinger en cambio era partidario de poner fin de la manera más honorable a la guerra del Vietnam y de llegar a un entendimiento con los soviéticos para encontrar un modus vivendi que disminuyera en lo posible la probabilidad de una guerra nuclear. Nixon, desdeñando sus instintos, sabía que Kissinger tenía razón. Como tantas veces pasa en política, cuando un país tiene que hacer algo que genera mucha resistencia, la mejor forma de evitarla es que la haga quien más se opuso a ella. (Salvando todas las distancias, es lo que Felipe González hizo aquí con la OTAN). El acerado anticomunista Nixon era el presidente ideal para poner fin a la guerra y llegar a un acuerdo de desarme con los soviéticos. Y Kissinger era el asesor perfecto para conseguirlo. No sólo porque creía en el objetivo, sino sobre........

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