El llamado pensamiento progresista, ya fuese en el siglo XIX, en el XX o en lo que llevamos del XXI, ya fuese en su faceta marxista clásica, en la anarquista, en la soviética, en la socialdemócrata o en la progresista posmoderna, siempre le ha tenido mucha manía a las humanidades. La historia, la lengua, la literatura, la filosofía, la religión, el arte han padecido sucesivos recortes promovidos por los gobiernos progresistas de todo el mundo para ir encogiéndolas hasta su desaparición. Su explicación ideológica, a grandes voces en tiempos pasados y en voz baja en nuestros días, es que se trata de materias mantenedoras de un orden social burgués, militarista, nacionalista y clasista. Éste es el motivo de la creciente hiperespecialización técnica, ésa que nos convierte en piezas analfabetas de un engranaje, y la paralela irrelevancia de las humanidades, ésas que nos hacen humanos. Hasta tal punto ha llegado la analfabetización de nuestros estudiantes, que son incontables las denuncias de profesores abrumados por el hecho, inconcebible desde el origen medieval de las universidades hasta hace una generación, de que muchos jóvenes que acceden a la universidad no son capaces de comprender lo que leen. Los efectos del progresismo se acaban pagando. El futuro se nos anuncia muy negro.

Hace unas semanas, en su informe sobre el estado de la enseñanza de la historia en nuestro Continente, el Consejo de Europa ha señalado que en España es deficiente debido a los continuos cambios legislativos, la fragmentación competencial autonómica y el escaso tiempo a ella dedicado. Se sabe desde hace décadas. La Academia de la Historia ha vuelto a avisar recientemente, por ejemplo, de que el encogimiento de la enseñanza de la historia tendrá efectos nocivos en la conciencia histórica de los jóvenes. ¿Será precisamente eso lo que se persigue? Porque no hay votante más dócil que el ignorante. Y un votante desconectado de su estirpe, su pasado y su historia, esas cosas insignificantes que explican el presente, es presa fácil de la desintegración progresista. A lo que hay que añadir la única historia que sí se enseña: la falsificación separatista, ésa que el último ministro de Educación del PP, Íñigo Méndez de Vigo, dijo que no le constaba que existiese. Y si a ello se suma la inmigración masiva, tanto la ilegal como la legal, hecho revolucionario que, según acaba de recordar el cardenal Gerhard Müller, "trata de destruir la identidad nacional", el círculo se cierra hermeticamente.

Por otro lado, aquí la ignorancia de la historia va siempre acompañada por el vicio solitario favorito de los españoles: la autodenigración, como la película de Ridley Scott sobre Napoleón ha vuelto a demostrar. Un amigo que me quiere mal me ha enviado una frase estampada en una red social por un autor cuyo nombre es indiferente: "He ido a ver la película Napoleón y a los fachis no les ha gustado porque no salen las batallas de España. Cuando la historia la cuentan otros, siempre nos damos cuenta de que somos más irrelevantes de lo que creíamos" (acompañado de una imágenes de un muñequito llorando de risa).

No le parecieron tan irrelevantes los españoles al emperador, que desde su exilio en Santa Elena reconoció su papel principal en la derrota de Francia:

Esa maldita guerra de España me perdió; dividió mis fuerzas, multiplicó mis esfuerzos, atacó mi prestigio (…) Todos mis desastres vienen de aquel nudo fatal; destruyó mi moral en Europa y me complicó todo (…) Yo esperaba las bendiciones de los españoles, pero sucedió lo contrario: desdeñaron sus intereses para no ocuparse más que de la injuria; se indignaron ante la ofensa, se resistieron a la fuerza, todos empuñaron las armas. Los españoles en masa se comportaron como un hombre de honor. No tengo otra cosa que decir al respecto que vencieron, y quizá hayan sido castigados cruelmente por ello, quizá tengan que arrepentirse. ¡Merecían algo mejor!

Pero lo importante no es la ignorancia de quien cree saber mejor que Napoleón la historia de Napoleón, sino el placer experimentado al menospreciar a su propia patria. Está muy arraigada en la izquierda la costumbre de reivindicar a los afrancesados como el bando acertado en aquella guerra, como proclamó en el bicentenario la entonces vicepresidenta socialista María Teresa Fernández de la Vega. España nunca acierta.

Lo mismo sucede con la psicodélica islamofilia de unos izquierdistas que, contra toda evidencia pasada y presente, se empeñan en imaginar que los musulmanes representaron el bando progresista frente a la barbarie cristiana.

Ante esta explosiva mezcla de ignorancia y masoquismo no puede extrañar la anécdota que suele contar Marcelo Gullo, incansable luchador argentino contra la mentira histórica hispanoamericana, al encontrarse con una estudiante española que rompió a llorar ante él. La causa del llanto era, según explicó la joven, el odio a España que le habían inoculado en las aulas y del que sanó leyendo el Madre Patria de Gullo.

Este libro, junto a sus continuaciones Nada por lo que pedir perdón y Lo que América debe a España, es una erudita y amena reivindicación de la verdad que haría un inmenso bien si fuese estudiada en colegios y universidades en vez de las idioteces neopedagógicas de la analfabetización progresista.

Y lo mismo hay que decir de la obra, ya frondosa, de otros beneméritos autores como Iván Vélez (Sobre la leyenda negra, Torquemada, El mito de Cortés), Elvira Roca Barea (Imperiofobia y leyenda negra, Fracasología), Fernando Paz (Antes que nadie), Pedro Fernández Barbadillo (Historia del imperio español), o José Javier Esparza (Te voy a contar tu historia, No te arrepientas, Visigodos, La gran aventura del reino de Asturias), entre otros.

Hora es de que los españoles pongamos manos a la obra para reconstruir lo que tanto han destruido los ignorantes y los malvados. Porque si no, ¡hermoso desastre vamos a legar a los musulmanes!

www.jesuslainz.es

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La hispanofobia, enfermedad autoinmune

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20.01.2024

El llamado pensamiento progresista, ya fuese en el siglo XIX, en el XX o en lo que llevamos del XXI, ya fuese en su faceta marxista clásica, en la anarquista, en la soviética, en la socialdemócrata o en la progresista posmoderna, siempre le ha tenido mucha manía a las humanidades. La historia, la lengua, la literatura, la filosofía, la religión, el arte han padecido sucesivos recortes promovidos por los gobiernos progresistas de todo el mundo para ir encogiéndolas hasta su desaparición. Su explicación ideológica, a grandes voces en tiempos pasados y en voz baja en nuestros días, es que se trata de materias mantenedoras de un orden social burgués, militarista, nacionalista y clasista. Éste es el motivo de la creciente hiperespecialización técnica, ésa que nos convierte en piezas analfabetas de un engranaje, y la paralela irrelevancia de las humanidades, ésas que nos hacen humanos. Hasta tal punto ha llegado la analfabetización de nuestros estudiantes, que son incontables las denuncias de profesores abrumados por el hecho, inconcebible desde el origen medieval de las universidades hasta hace una generación, de que muchos jóvenes que acceden a la universidad no son capaces de comprender lo que leen. Los efectos del progresismo se acaban pagando. El futuro se nos anuncia muy negro.

Hace unas semanas, en su informe sobre el estado de la enseñanza de la historia en nuestro Continente, el Consejo de Europa ha señalado que en España es deficiente debido a los continuos cambios legislativos, la........

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