En Anatomía del valor, el clásico que escribió Lord Moran después de compartir trincheras con soldados veinteañeros durante la Primera Guerra Mundial, se relata un acontecimiento espeluznante. Un día de 1914, en Armentières, el comandante Wickham acudió a él para pedirle que le echase un ojo a uno de sus sargentos. Al parecer no se encontraba bien. Se mostraba taciturno, no era capaz de apartar la mirada del suelo y, lo que debió encender todas las alarmas en sus mentes de oficiales británicos, llevaba varios días a medio afeitar. Pese a todo, no sufría ninguna enfermedad, por lo que carecía de sentido que le enviasen a la retaguardia para guardar reposo. Al día siguiente, cuando el resto de sus compañeros acudieron al frente, se voló los sesos.

Ese fue el detonante que empujaría a Lord Moran a prestar cada vez más atención a las heridas mentales de los combatientes. Recordando lo que le ocurrió a aquel hombre, tiempo después, escribiría: "Era evidente que había descubierto que no podía enfrentar la guerra y que no estaba seguro de qué hacer; había decidido tomar cartas en el asunto por su cuenta antes de cometer un error que pudiese acarrear consecuencias terribles para sí mismo y para el regimiento". Se trata de una lectura interesante porque señala una doblez del alma difícil de interpretar: la delgada línea que separa el valor de la cobardía. "Aquella había sido una decisión de todo menos egoísta", añadiría algunas líneas más abajo. "Estaba preparado para abandonar este mundo, pero debía hacerlo en el momento de su elección y a su manera". Me recuerda a lo que me contó Jorge Bustos que le dijo un sintecho al relatarle su frustrado intento de suicidio en una de las entrevistas que hizo para Casi, su último libro: "También para quitarse la vida es necesario un instante de coraje".

Como yo me sé un cobarde incurable, no es la primera vez que me pregunto en qué situación extraña podría verme arrastrado al abismo inesquivable del valor. Y cómo reaccionaría. ¿Sería capaz, pongamos, de pegarme un tiro si por algún casual me supiese sentenciado y si, con ese tiro, estuviese además salvando la vida de otra gente? ¿Colapsaría incluso entonces? ¿Qué nivel de desesperación hay que sufrir para asumir definitivamente la propia responsabilidad sin pretender que sea el mundo el que la tome por nosotros? Son preguntas que me gusta hacerme porque me indican el camino contrario, que es el de los valientes. En una escala que no sé definir, pero que sin duda existe, la valentía es eso que se mide en el nivel de sacrificio que alguien puede soportar sin que las circunstancias lo hagan exclusivamente necesario. De tal manera que el máximo grado del valor está en aquel que lo arriesga todo cuando sería más sencillo no hacerlo, mientras que un cobarde no se expone así lo maten. Por norma general, a los cobardes es más sencillo verlos igual que a los caracoles, cuando la lluvia escampa. Y yo esta semana he cambiado mis preguntas. Ahora trato de saber si, de darse el caso, sería capaz de apartar la mirada por comodidad y dar mi apoyo a quien no condenase a un asesino si fuese de los nuestros. A quien me ofreciese dejar de rendir cuentas y me sugiriese vilmente que los pecados propios —pequeños o grandes, da lo mismo— pueden diluirse simplemente en la etérea marejada de incomparables pecados ajenos. A quien justificase lo injustificable. A quien celebrase que sean otros quienes se manchen las manos mientras recoge las nueces del terror que siembran. O a quien cambiase su discurso por conveniencia y se indignase o intercediese intermitentemente en función del rédito político. Me pregunto qué tipo de vasco sería, si fuese vasco. Y qué pensarán los pocos vascos valientes que quedan de sus paisanos.

QOSHE - Anatomía de la cobardía - Luis Herrero Goldáraz
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Anatomía de la cobardía

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23.04.2024

En Anatomía del valor, el clásico que escribió Lord Moran después de compartir trincheras con soldados veinteañeros durante la Primera Guerra Mundial, se relata un acontecimiento espeluznante. Un día de 1914, en Armentières, el comandante Wickham acudió a él para pedirle que le echase un ojo a uno de sus sargentos. Al parecer no se encontraba bien. Se mostraba taciturno, no era capaz de apartar la mirada del suelo y, lo que debió encender todas las alarmas en sus mentes de oficiales británicos, llevaba varios días a medio afeitar. Pese a todo, no sufría ninguna enfermedad, por lo que carecía de sentido que le enviasen a la retaguardia para guardar reposo. Al día siguiente, cuando el resto de sus compañeros acudieron al frente, se voló los sesos.

Ese fue el detonante que empujaría a Lord Moran a prestar cada vez más atención a las heridas mentales de los combatientes. Recordando lo que le ocurrió a aquel hombre,........

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