El proceso es siempre el mismo. Uno se coloca al fondo de la pista, pegando saltitos de gacela igualitos a los que le ha visto dar a Roger Federer durante los últimos veinte años. Aguarda simulando confianza el saque eterno del rival, mientras va midiendo las distancias como si en vez de una pelota de tenis estuviese esperando la embestida de un Miura. Frunce el ceño y balancea el cuerpo sin saber muy bien por qué, pero en la tele a los profesionales parece funcionarles. Coge aire y lo expulsa a cámara lenta, para que quede bien en la repetición que después retransmitirá dentro de su cabeza. Se relaja. En esas hace ya un segundo que el rival ha lanzado la pelota hacia arriba y uno sabe, lo ha experimentado otras veces, que en menos de medio más va a tener que encontrar respuestas a un atropello de preguntas que ha aprendido a responder de manera autodidacta. Si la bola va hacia allá, preparo el gesto —piensa—. Eso es. Pero, un segundo: ¿qué decía el tutorial aquel que me salió el otro día en Instagram? ¿Las piernas había que colocarlas de alguna manera en específico? Da igual: improvisamos. ¿Algo más? Si esto fuese un torneo ATP y yo supiese jugar al tenis, lo que tocaría ahora es pegar un bote más potente justo antes de que el otro impacte. No sé exactamente por qué eso me iba a ayudar en algo, pero Alcaraz lo hace y el cabrón es el número uno más joven de la historia. ¿Lo intentamos, o es jugársela? Venga, va: sólo se vive una vez. A la de una, a la de dos, a la de tre… Ace. Estupendo. Creo que con este último saltito que se me ha quedado a medias casi me disloco la cadera.

El ritual se repite en cada golpe. Lo primero que se aprende cuando se entra en una pista de tenis es que si Einstein hubiese jugado habría descubierto lo de la relatividad del tiempo bastante antes y sin necesidad de matemáticas. La bola nunca va tan deprisa como uno cree cuando la ve salir despedida de la raqueta rival, pero tampoco tan lenta como aparenta en ese segundo milagroso en el que surge delante de los ojos como si estuviese detenida en el aire. El mayor error del tenis es caer en el engaño que te sugiere que tienes tiempo para pensar. Pero eso sólo se descubre después de muchas horas de haberlo probado absolutamente todo —hasta llorarle a tus ancestros—; en ese momento en el que, agotado el amor propio, uno piensa que ya la vida le da igual y vacía la mente, aunque sea únicamente para alejar lo más posible las tentaciones de matar.

Lo segundo que se aprende cuando se entra en una pista de tenis es que la calidad de una cabeza no se mide por la calidad —mucho menos por la cantidad— de sus pensamientos. "En el tenis tienes que jugar pensando antes o después de los puntos. Durante el punto tú no puedes pensar, solo estás para saber dónde tirar la pelota, y eso sale de manera automática", le dijo hace unas semanas Rafa Nadal a Manuel Jabois. La calidad de una cabeza se mide en su capacidad para saber cuándo pensar y, sobre todo, cuándo dejar de hacerlo. Y eso que parece tan sencillo leyéndolo tranquilamente desde el sillón de casa es la tercera cosa que se aprende dentro de la pista. Por extraño que parezca, pocas sensaciones hay más contradictorias que el triste placer que da saber que te tienes que dejar llevar, que el segundo que vas a perder analizando la técnica que requiere el golpe es el segundo que te va a faltar para ejecutarlo correctamente, y sin embargo no ser capaz de dejar de hacerlo. Dicen que se puede perder la salud, la bolsa y hasta la vida por no usar la cabeza como es debido en los momentos adecuados. Lo que dicen menos es que es posible perder exactamente lo mismo por usarla en los inadecuados. En política a este talento se le llama últimamente "hacer de tripas corazón", sólo que en lo que consiste no es en ser capaz de apagar el cerebro, sino la convicción moral.

QOSHE - Apagar cerebro y corazón - Luis Herrero Goldáraz
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Apagar cerebro y corazón

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16.01.2024

El proceso es siempre el mismo. Uno se coloca al fondo de la pista, pegando saltitos de gacela igualitos a los que le ha visto dar a Roger Federer durante los últimos veinte años. Aguarda simulando confianza el saque eterno del rival, mientras va midiendo las distancias como si en vez de una pelota de tenis estuviese esperando la embestida de un Miura. Frunce el ceño y balancea el cuerpo sin saber muy bien por qué, pero en la tele a los profesionales parece funcionarles. Coge aire y lo expulsa a cámara lenta, para que quede bien en la repetición que después retransmitirá dentro de su cabeza. Se relaja. En esas hace ya un segundo que el rival ha lanzado la pelota hacia arriba y uno sabe, lo ha experimentado otras veces, que en menos de medio más va a tener que encontrar respuestas a un atropello de preguntas que ha aprendido a responder de manera autodidacta. Si la bola va hacia allá, preparo el gesto —piensa—. Eso es. Pero, un segundo: ¿qué decía........

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