Tengo hablado que el valor de una película se mide en el trayecto que va del cine a casa. Concretamente desde el momento en el que uno se levanta de la butaca hasta la primera cita con la almohada, no importa después de cuántas horas y de cuántos vinos, en ese instante en el que las charlas se han agotado al fin y lo único que quedan son partículas desperdigadas de una emoción, sedimentadas definitivamente en lo hondo de lo que serán nuestros recuerdos. Se trata de un medidor algo inexacto —no es capaz de asegurar si una película es mala o buena, por ejemplo—, pero sugiere algunas verdades profundas: si existe algo peor que salir despotricando de la sala es salir no haciendo nada en absoluto.

Yo sé que la segunda entrega de Dune esconde algún valor porque al asomarme a la placita de Próspero Soynard y ver que se inundaba el suelo en lo primero en que pensé fue en lo mucho que habrían alucinado los fremen con ese espectáculo. Después me puse la capucha con ademanes profundos, como si fuese un niño de diez años convirtiéndose en Paul Atreides para deleite de la concurrencia. Y si no me lancé a danzar sobre la acera tratando de despistar gusanos del desierto fue porque estaba lloviendo y todo el mundo sabe que en Arrakis el agua no cae del cielo, sino que surge de las profundidades de uno mismo.

En el camino de vuelta pensé en que la película es obscenamente larga. En que, si incluía la primera, la cosa se convertía en una Biblia eterna y pese a todo insuficiente, con indudables lagunas de guión que tal vez habrían podido resolverse de forma más satisfactoria en una serie. Pensé en que algunos arcos no habían gozado del tiempo necesario en pantalla como para preparar el terreno a su declive. Pensé en la pugna del amor y en el poder del miedo. En los misterios de la fe. Entendí como un fracaso no ser capaz de profundizar en la advertencia contra la ceguera de la ambición y la venganza. Y entonces llegué a la cama y no conseguí dormirme de inmediato, pensando como estaba en los porqués de ciertos personajes.

Hoy he vuelto algunos meses atrás. He recordado el día en que salí de ese mismo cine gozando de placer por coincidir con mis amigos en que lo que acabábamos de ver era un tremendo truño que sin duda y pese a todo terminaría llevándose el Óscar. He revivido las charlas y las cervezas, las discusiones y las bromas. Todo cuanto sucedió aquella noche continúa indefectiblemente ligado a esa película. Así que me he reafirmado en la conclusión de que lo que hay que evitar en esta vida es ser Napoleón, la cinta de Ridley Scott que consiguió que antes incluso de saber que había terminado nos enfrascásemos en un lamento compartido por la previsible extinción del revés a una mano en el circuito profesional de tenis.

QOSHE - Del cine a casa - Luis Herrero Goldáraz
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Del cine a casa

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30.03.2024

Tengo hablado que el valor de una película se mide en el trayecto que va del cine a casa. Concretamente desde el momento en el que uno se levanta de la butaca hasta la primera cita con la almohada, no importa después de cuántas horas y de cuántos vinos, en ese instante en el que las charlas se han agotado al fin y lo único que quedan son partículas desperdigadas de una emoción, sedimentadas definitivamente en lo hondo de lo que serán nuestros recuerdos. Se trata de un medidor algo inexacto —no es capaz de asegurar si una película es mala o buena, por ejemplo—, pero sugiere algunas verdades profundas: si existe algo peor que salir despotricando de la sala es salir no haciendo nada en........

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